viernes, 30 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 31

La cena con Mario había ido muy bien, la música de la discoteca había estado muy bien y los magreos varios que se habían sucedido durante la noche, le habían dejado cachondo y muy bien. Lo único que le faltaba para calificar la noche con un “muy bien” era que su cita aceptase subir a su piso y dedicaran las horas que quedaran hasta el amanecer a practicar sexo desenfrenado. No sabía si en la cama le iría muy bien, porque se había tomado algunas copas, pero le era indiferente. Le bastaba con que Mario se quedara a dormir con él. Sería su primera cita completa en mucho tiempo y su primera noche sin TR.

— Mira lo que he encontrado bajo un arbusto. — Dijo Mario mostrándole el librito rojo del Archivista. Parecía que deshacerse de su alter-ego superheroico iba a ser más difícil de lo que creía.

— Sí, es mío. — Respondió Sergi quitándoselo de las manos. No es que contara nada importante, pero tampoco quería que la gente común fuera leyéndolo. Eso podía acarrear preguntas. Además, tendría que devolvérselo a su dueño para evitar que mandara libros asesinos voladores a su casa. — Se me… ha caído por la ventana.

— Pues está bastante bien para la leche que se ha dado. — Opinó Mario mirando a lo alto del edificio. — Tu casa es el último ¿verdad?

— Sí. Es esa con los marcos de las ventanas azules que… — Sergi se detuvo a mitad de frase. Le había parecido ver un resplandor que salía desde el interior de su apartamento. Aunque también podía ser un reflejo — … que son tan grandes… — Terminó titubearte. Lo había vuelto a ver y, esta vez, estaba casi seguro de que provenía de su salón.

Tenía que evitar poner a Mario en peligro y, por mucho que le doliera, eso implicaba cancelar su noche de pasión y mandarle a su casa. Y no había mejor forma para lograrlo que fingir una pequeña lesión sin importancia. Lo sabía muy bien. No era la primera cita que tenía que cancelar por culpa de unos ladrones.

— ¡Ah! — Gritó agarrándose el gemelo. — ¡Qué dolor!

— ¿Qué te pasa? — Le preguntó Mario con seriedad. — ¿Te ha dado un calambre en la pierna? ¿Una luxación? Cuéntame dónde te duele y seguro que puedo aliviártelo.

— Creo que me… — empezó a decir. Se había olvidado que su pareja era fisioterapeuta. Si quería librarse de él, tendría que inventar algo que no tuviera que ver con lesiones musculares. — Creo que me he pasado con las gambas. Me duele mucho la tripa.

— ¿Y por qué te cogías la pierna? — Preguntó Mario curioso.

— Ya sabes, un reflejo de esos raros. — Explicó Sergi sin mucho convencimiento, esperando que el otro se lo creyera. — Yo que tú me iría a casa. Lo que va a suceder en breves momentos no va a ser nada bonito.

— No me asusto con facilidad. En el hospital he visto de todo.

— Sí, pero no me sentiría cómodo teniéndote en el salón, mientras yo paso la noche en el baño imitando a un volcán en erupción.

— Um, qué gráfico. — Rio Mario. — Está bien, te dejaré solo. Pero mañana por la mañana vendré a verte para ver si estás bien y terminar lo que hemos empezado.

— Perfecto. A partir de las diez de la mañana, cuando quieras. — Respondió Sergi antes de darle un largo beso en los labios.

Unos minutos después, Mario se alejaba en un taxi. Le hubiera encantado poder irse con él, pero tenía cosas que hacer. Alguien estaba en su apartamento y, teniendo en cuenta las medidas de seguridad que poseía, debía ser gente peligrosa. Necesitaba ayuda. Así que cogió el móvil y marcó un número que conocía muy bien.

— Hola, necesitaría que me echaras una mano en plan serio. — Dijo. — Y, ya que vienes, podrías traerme el traje que dejé en tu casa por si surgía una emergencia. Sí, un par de armas también me vendrían bien.

Y así, una vez más en su vida, TR volvió a estropearle una cita.

martes, 27 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 30

Sergi estaba cabreado. Y mucho. Había sufrido demasiado para conseguir ese libro. El enfrentamiento con la cuasi-omnipotente Reeva y sus demonios, las carreras por medio edificio de la Asociación de Superhéroes, la paliza que le metieron los libros encantados del Archivista, media docena de intentos de asesinato… Era excesivo. Sobre todo, cuando uno se daba cuenta de que aquello en lo que había puesto sus esperanzas y que tanto le había costado lograr, no servía de nada. El Archivista, aquel que todo lo veía y todo lo escribía, plasmó entre las cuatro hojas del librito rojo ni una sola línea que le pudiera servir para detenerles. Lo único nuevo que había averiguado era que los Conjurados estuvieron viviendo en la calle (algo que, por otra parte, le daba bastante igual) y que Reeva organizó el atraco al banco con rehenes (lo que no resultaba sorpresivo después de que la Reina del Fuego le contara que los hermanos trabajaban para ella). Nada más. Ni nombres, ni direcciones, ni alguna pista sobre lo que se proponían. Y la frase que más pistas podría haber proporcionado, la última, no estaba acabada. “Lo que ninguno de los tres sabía…” decía. Parecía que el Archivista le había gastado un chiste malo.

— Eso explicaría por qué pude escapar de su biblioteca. — Dijo Sergi con furia. — Porque al muy cabrón le apetecía tomarme el pelo ¡¡A ver que tal vuelas ahora!! — Gritó en voz alta mientras, incapaz de contenerse, arrojaba el libro por la ventana. Como había esperado, en esta ocasión, el manuscrito cumplió con las reglas habituales de la física y, en vez de flotar, cayó a plomo hacia la calle y aterrizó entre los arbustos de un parque vecino.

— El alcalde me odia por ser gay, — continuó — el gobierno no me soporta porque traté de limpiar la Quebrada, me echaron de la Asociación de Superhéroes por salir del armario, la mitad de la población me toman por un chiste viviente y la otra mitad quiere mi cabeza. Y voy yo y me enfrento a unos tíos con más poderes mágicos que Merlín para salvar las vidas de unos mafiosos que nadan en dinero gracias a la trata de blancas, el tráfico de órganos y la venta de drogas a menores. Así que se ha terminado. A partir de hoy mismo me ocuparé de mis cosas y me dedicaré en exclusiva a mi vida de guionista de cómics. O puede que vuelva al porno ¿quién sabe? Tengo tantas posibilidades como “copias” pueda hacer. Lo que hoy se termina es mis andanzas como TR.

Cogió el móvil, mandó un mensaje a Mario y, tras recibir respuesta, se fue en busca de algo que le quedase bien. Esa noche tendría una cita normal que terminaría en una sesión de sexo normal y nada se lo impediría. Ningún brujo, superhéroe, demonio, ladrón, policía, asesino o chalado de los libros podría impedir que cenara y se acostara con Mario (cada cosa en su momento y su lugar, eso sí). TR ya le había fastidiado muchas relaciones. Ya era hora de que pudiera disfrutar tranquilamente de su vida privada y amorosa.

viernes, 23 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 29

— Vaya coñazo. Menos mal que es corto. — Pensó Sergi. Sin embargo, a pesar de las quejas, continuó leyendo la historia del libro a la espera de que, en la siguiente página, apareciera el dato que le permitiera encargarse de los Conjurados.

“Solos y sin dinero, los Conjurados se encontraron completamente perdidos en una ciudad extraña que poco o nada tenía en común con los pequeños pueblos en los que habían vivido en su niñez. Ni siquiera sus fabulosos poderes les servían de ayuda, pues aún carecían de la práctica y el control suficientes para realizar las maravillas de las que serían capaces pocos años más tarde. Llegarían a crear dinero de la nada, pero en aquellos tiempos lo máximo a lo que podían aspirar era a invocar una pequeña bola ígnea que encendiera la hoguera que calentaba el ruinoso edificio en el que habitaban. Y no todos los días lo conseguían. Sus medios de supervivencia fue derivando desde la básica mendicidad inicial hacia ramas más delictivas, como pequeños hurtos, timos, trapicheos y cualquier cosa que implicara obtener dinero, incluidas actividades alternativas como las representaciones callejeras de magia de Alpha y las peleas clandestinas en las que siempre andaba envuelto Omega. Y, entonces, cierto día tuvieron que pasar a mayores y atracar una sucursal bancaria a mano armada. No contaban con un plan concreto y el control sobre sus poderes continuaba siendo escaso, pero necesitaban dinero con urgencia para pagar unas deudas de juego de Omega. El banco les pareció la mejor opción, a pesar de los problemas que pudiera acarrearles dar un golpe tan llamativo. Y, aunque ellos no lo sabían, el peor de todos los problemas que pudieran esperar estaba ya en camino. La alarma silenciosa de la oficina conectaba directamente con la Asociación de Superhéroes y su ególatra líder en la sombra, la hechicera Reeva, fue la que acudió a la llamada, dispuesta a calmar su tedio con la detención de algún delincuente. Sin embargo, la heroína no llegó a intervenir en el atraco. Incluso desde kilómetros de distancia, podía sentir el verdadero potencial de los dos hermanos. Su aura mágica. Se trataba de una energía que rivalizaba con la suya propia, la autoproclamada soberana del Inframundo. Era poder puro. Y ella lo quería. Así que, en vez de entrar en el banco, prefirió apostarse en una azotea cercana, esperando que escaparan del banco. Media hora más tarde, les siguió hasta su guarida y se presentó ante ellos. Los hermanos no tuvieron que pensar mucho el trato que les ofreció la bruja. Les daría dinero, les proporcionaría una casa, les sacaría de las calles, les enseñaría a controlar sus poderes y pondría fin a la miseria, la delincuencia y el frío invernal. Era más de lo que nunca pudieron llegar a imaginar. Y lo único que tendrían que hacer a cambio sería convertirse en unos héroes enmascarados que limpiaran la ciudad de la escoria que la infectaba. Aceptaron sin dudar. Los Conjurados fueron presentados en público un año después, con su decisiva intervención en un atraco con rehenes (aunque fue la misma Reeva quien lo preparó), pero su actividad como vigilantes había comenzado un poco antes, con el asesinato del mafioso Pinoli. Esta muerte, que Omega consideraba el principio de su venganza contra la sociedad que tanto les había maltratado, supuso también un tremendo error, pues atrajo la atención de TR. El superhéroe del triángulo rosa llevaba mucho tiempo encargándose de la seguridad de la ciudad y no le agradaban los justicieros que se tomaban la ley por su mano. Podía parecer un enemigo menor, pero lo cierto era que contaba con múltiples habilidades. Y, además, era completamente libre, sin ataduras con el Ayuntamiento o con la Asociación de Superhéroes. Un mercenario sin amo que acabó por crispar sus nervios. Los hermanos discutían sobre cuál sería la mejor forma de deshacerse de su recién creado antagonista. El frío Omega era partidario de eliminar a TR de forma permanentes, mientras que el paciente Alpha era más partidario de ganarle para su causa. Lo que ninguno de los tres sabía…”

— ¡Menuda mierda! — Gritó enfadado Sergi al ver que ese era el final del libro.

martes, 20 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 28

De regreso a la seguridad de su hogar, Sergi se quitó el uniforme de TR y se concedió un café bien cargado, una aspirina y un relajante baño de agua caliente, con espuma e hidromasaje incluido. Era lo menos a lo que aspiraba después de los golpes que había recibido. Pretendía alargar más esos momentos de tranquilidad y relajación antes de empezar a leer el escuálido librillo rojo que le había “pedido prestado” al Archivista, pero lo cierto es que le fue completamente imposible. Sentía una curiosidad irrefrenable por saber qué contenía ese librito por el que casi le habían matado (varias y múltiples veces) y era incapaz de concentrarse en la tarea más nimia. Al final, tras un par de horas de lucha encarnizada entre su espíritu fisgón y su autocontrol, se dejó vencer y tomó el manuscrito. No constaba de más de cuatro páginas, pero espera que allí estuviera lo que necesitaba para detener a los Conjurados. Como poco, debía ser importante, en vista del empeño que su autor, el Archivista, había puesto en defenderlo. Con un poco de suerte, se cumpliría el dicho de que “lo breve, si es bueno, dos veces bueno”. El principio del libro, no obstante, le ofrecía escasas esperanzas. Con letra pequeña y apretada, la narración comenzaba con la infancia de los Conjurados:

“Aquellos que más tarde sería conocidos como los Conjurados, vinieron al mundo en una aldea tan minúscula, que no albergaba más habitantes que su familia, cabreros de profesión. Un origen humilde que poco hacía presagiar los grandes hechos que el destino les reservaba. La primera noción de su potencial, la tuvieron con tan solo seis años: una cabra escapó del corral y el hermano al que en el futuro llamarían Alpha, la hizo regresar con telequinesis. Sin embargo, los niños eran demasiado pequeños para entender lo que acababan de presenciar y lo atribuyeron a extraterrestres, hadas e, incluso, a su propia imaginación. Una “cosa rara” (así la denominaron) que guardaron en secreto y que pronto les parecería normal, a medida que los extraños fenómenos se sucedían con más asiduidad. Al año apareció una bola de fuego, a los ocho meses un charco flotó sobre sus cabezas, a los cinco se formó una tormenta de la nada… Para el día que cumplieron once años, contemplaban “cosas raras” cada semana. A pesar de su frecuencia, los fenómenos solían ocurrir en momentos en los que los hermanos se encontraban a solas, lo que facilitó que sus poderes permanecieran en secreto. Al menos, hasta su primera demostración pública, cuando el pequeño (por minutos) de los mellizos, el que tomaría el seudónimo de Omega, rescató a su padre del barranco en el que quedó atrapado. Un momento feliz que rápidamente quedó empañado por los sucesos que lo siguieron. El padre, creyendo que un milagro divino le había salvado, abandonó su vida e ingresó en una secta religiosa. La madre, intuyendo de dónde provenía ese poder, enloqueció al instante y terminó sus días quitándose la vida, un año más tarde, en un sanatorio mental. Los Conjurados acabaron a cargo de su abuela, que optó por ignorarlos como forma de relacionarse con ellos. La mujer, adivina de profesión, se negó a tener más trato de necesario con aquellos niños a los que consideraba responsables de las locuras respectivas de su hijo y su nuera. Así los hermanos se encontraron a su suerte el día que Alpha comenzó a tener problemas en el instituto. Aprendida la lección sobre las funestas consecuencias que podían acarrear sus mágicos dones, los Conjurados se decantaron por maquinar complicados y sutiles planes para castigar a aquellos que les contrariara. Frenos rotos, resbalones, incendios fortuitos… los pequeños accidentes empezaron a extenderse por la región, aunque al irascible Omega estas venganzas siempre le sabían a poco e intentaba arrastrar a su hermano un poco más allá en cada ocasión. Con la mayoría de edad y la expulsión fulminante de casa de su abuela, los mellizos decidieron trasladarse a la capital, para alivio de sus conocidos, que les tenían por pájaros de mal agüero..."

viernes, 16 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 27

Los cientos de miles de libros habían comenzado el ataque aéreo en masa, sin una estrategia definida más allá de golpearle a toda costa, aunque eso pudiera costarles acabar rotos en mil pedazos. Muchos tenían éxito. Encaramado a las estanterías, TR carecía de espacio para maniobrar o esquivar los ataques. En cualquier caso, tampoco le quedaban suficientes fuerzas para seguir dando brincos. Lo único que le quedaba era acelerar el paso y continuar agitando el palo a su alrededor, tratando de acertar al volumen que tuviera más cerca. Se le rompía el corazón cada vez que su vara metálica partía las tapas de cuero de un libro, pero no tenía más opción si quería mantenerse con vida.

— Adiós, pringao. — Saludó al Archivista al adelantarle.

El hombre no dijo nada, como si el insulto no fuera con él. Ni siquiera aceleró el ritmo. Continuó con su paso pausado viendo como el superhéroe se acercaba cada vez más al libro rojo flotante. Lo único que demostró que se había percatado de la presencia de TR fue que lo señaló. Momentos después, una decena de libros se dirigieron hacia donde se encontraba el héroe e hicieron impacto. Pero no atacaban a TR, sino a la estantería en la que estaba subido. El mueble se tambaleó hacia un lado, después hacia el otro y, finalmente, cayó sobre la estantería siguiente. El efecto dominó se empezó a expandir por la cripta y TR iba tan solo unas milésimas de segundo por delante, como si estuviera surfeando sobre una ola de estanterías en un mar de libros.

— Me voy a hostiar, me voy a hostiar, me voy a hostiar. — Iba repitiendo TR al tiempo que corría lo más rápido que los libros enfurecidos le permitían.

Al final fue inevitable que se cayera. En el curso de saltar piedras, no le habían enseñado esas cosas. Quizás el curso de andar sobre barriles rodantes le hubiera sido más útil. Fuera como fuera, lo que sí le sirvió fue su experiencia como especialista de cine, que le permitió salir de allí con tan solo una muñeca luxada. No era nada si se tenía en cuenta lo que podría haberse roto (o lo que podrían haberle roto los libros). Y tampoco podía quejarse por la caída, pues lo hizo bastante cerca de donde se encontraba el libro rojo flotante y, a esa altura, era más fácil cogerlo.

— Te lo devolveré. — Gritó corriendo con el libro hacia la columna dorada que, tal y como imaginara, se trataba de una escalera de caracol.

En lo alto de la escalera, en el techo, había una pequeña trampilla de madera con una argolla de hierro y, en contra de lo esperado, la portezuela se abrió con facilidad en el momento que empujó. Al otro lado, sólo se veía una insondable oscuridad, lo cual era algo mucho más agradable que los libros homicidas, por lo que atravesó el hueco sin pensarlo dos veces. La risa del Archivista resonó mientras cerraba la trampilla.

— Qué mal rollo me da este tío. — Pensó TR.

viernes, 9 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 26

— Gracioso hasta el final. — Dijo el Archivista. — Has sido un personaje de lo más entretenido. Es una lástima, pero tuya ha sido elección.

Y sin más, le dio la espalda y empezó a alejarse en la misma dirección en la que había tomado el pequeño libro rojo flotante. Entretanto, de todas y cada una de las estanterías del lugar, surgió una ristra de libros asesinos.

— Es una auténtica suerte que hace un mes “copiara” esas clases de relajación y control muscular o ahora mismo me habría cagado, literalmente, de miedo. — Dijo TR en voz alta. Él era de los que pensaban que en momentos cercanos a la muerte, hablar solo es un hábito muy recomendable. Aunque únicamente sea para joder al que trata de aniquilarte contándole lo que te pasa por la cabeza.

Sin embargo, al Archivista no pareció interesarle lo que el superhéroe opinara y no volvió la vista en ningún momento. Continuó imperturbable su camino tras el libro rojo, en dirección a lo que parecía una columna dorada. O, bien mirado, podía ser una escalera de caracol.

— Va hacia una salida. — Esta vez, TR sólo lo pensó. Podía encontrarse en un momento cercano a la muerte, pero había cosas que era mejor no revelar al enemigo. Sacó la vara de metal extensible que siempre llevaba con él y, tras evitar que un libro del tamaño de una cama de matrimonio le aplastara, se encaramó a una de las estanterías.

— Ahora vamos a divertirnos. — Dijo TR y empezó a pasar de hilera en hilera al tiempo que agitaba amenazadoramente la vara.

Los libros parecieron comprender el peligro que el palo metálico podría suponer para ellos y cesaron sus ataques (como si estuvieran evaluando la situación) permitiendo que TR fuera ganándole terreno al Archivista.

— Y Bolea decía que nunca sacaría provecho al curso de saltar piedras que "copié" ese verano en el pueblo. — Dijo TR feliz y contento.

Y, entonces, todo el plan se fastidió cuando, sin darse cuenta, bateó un libro que se encontraba a una distancia prudencial. El volumen salió despedido, echo pedazos y el crujido de millones de hojas de papel llenas de ira homicida inundó la sala. Por segunda vez en la última media hora, TR dio gracias por haber “copiado” el curso de control muscular. Si salía vivo de esa biblioteca, estaba dispuesto a apuntarse al nivel avanzado.

jueves, 8 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 25

Una espiral de libros, encabezada por lo que parecía la gruesa biografía de algún papa (entiéndase “papa” por su significado religioso, no por el culinario que, por otra parte, tendría bastante menos sentido), se enroscó por el aire en dirección a TR, que logró esquivar la embestida tirándose al suelo en el último segundo. Inmediatamente, tuvo que rodar hacia un lado para evitar que una columna de volúmenes encuadernados en cuero verde le cayera en la cabeza. Y fue necesario que se levantara de un salto y diera un par de mortales hacia atrás (bueno, en realidad, los mortales no eran imprescindibles, pero siempre quedaba mejor que una triste y sosa carrera) cuando la citada columna, con el inestimable apoyo de otra centena de libros, se desmoronó en el lugar en el que yacía segundos antes. Si algo le estaba quedando claro a TR en ese momento era que su amor por la lectura no era correspondido, aunque poco importaría en unos minutos. Las incursiones literarias seguían sucediéndose sin descanso y a él, que ya venía cansado tras recorrerse medio edificio, cada vez le costaba más esquivarlas. Pronto se quedaría sin fuerzas. Y, mientras, el pequeño libro de trapas rojas se había adentrado en la oscuridad de la cripta.

— Deberías rendirte. — Le recomendó el Archivista. — Me entristecería perder un personaje tan interesante como tú.

— Unos poquitos libros no van a asustarme. — Respondió TR furioso mientras saltaba para sortear un par de volúmenes psicopáticos.

— Te enseñaré a lo que te enfrentas.

Y según lo dijo, la luz inundó por completo la biblioteca, desvelando el verdadero aspecto de la estancia. Efectivamente, tal y como había supuesto, se encontraba en una húmeda cripta, aunque sus dimensiones se asemejaban más a las que podría tener una nave industrial. Una nave industrial gigante, pues medía un par de pisos de altura e incontables metros tanto de ancho como de largo, pues era incapaz de distinguir pared alguna en la lejanía. Una explanada infinita sólo interrumpida por las miles de robustas columnas de mármol que sostenían las bóvedas del techo y por una asfixiante concentración de incalculables hileras de estanterías. Todas ellas repletas de libros más que dispuestos a aplastarle hasta convertirle en una masa sanguinolenta.

— Se nota que has estado ocupado escribiendo. — Dijo TR con una sonrisa. Por dentro, sin embargo, el asunto no le hacía tanta gracia.

viernes, 2 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 24

— Debe ser jodido conservar los libros con toda esta humedad. — Había opinado TR.

El Archivista se echó a reír ante la frase.

— Me encanta que sigas siendo tan impertinente como acostumbras. — Dijo. — Sin duda, eres el héroe que más me divierte. Aunque tu amiga Bolea no se queda a la zaga. Su tendencia al caos en deliciosa y su gusto por la destrucción rivalizaría con la mismísima Reeva.

— Entonces, la leyenda urbana es cierta. Existe alguien que observa a los enmascarados de la ciudad. — Apuntó TR a pesar de que, en realidad, el asunto le era más bien indiferente. La conversación sólo era una forma de distraer a su interlocutor hasta que pudiera determinar si era amigo o se trataba de un nuevo esbirro de la Reina del Fuego. Como comienzo, TR decidió no confiar demasiado en él. No creía en las casualidades y lo que estaba sucediendo se parecía mucho a una. Después de todo, las probabilidades de encontrarse con un ser casi mitológico en una habitación que no existía cuando trataba de escapar de los demonios de Reeva, eran bastante pequeñas.

— Yo lo veo todo. Nada se me escapa. Sé lo que piensa la mujer que, preocupada por sus hijos, trabaja en semi-esclavitud en Bangladesh. Conozco los chanchullos corruptos de cada funcionario y político del mundo, incluidos los de tu odiado alcalde. Estoy al corriente de la tensión de los soldados que batallan en guerras secretas para el gran público. Y, hace tiempo, sentí el sufrimiento que sentiste por tu novio cuando fue secuestrado.

— ¿Y escribes todo lo que ocurre a cada una de las personas del planeta? — Preguntó TR. Seguía intentando evaluar las intenciones del Archivista, pero tenía que admitir que había conseguido atraer su atención. — Te debe dejar muy poco tiempo libre.

— No, yo soy un historiador, no un productor de un programa de telerrealidad. — Respondió el hombre. — A mí me interesan los grandes logros, las conquistas, las gestas, los inventos, las terribles tragedia y las aventuras heroicas. El resto, me da igual ¿sabes cuántas horas pasa en el baño un ser humano medio durante su vida? Demasiadas.

— ¿Y qué te parecen los Conjurados?

— Ah, son unos chicos interesantes, especialmente el alto. Estoy empezando un pequeño documento sobre ellos. — Contestó el Archivista mientras un pequeño libro con las tapas rojas se materializaba en sus manos. Acto seguido, lo abrió y empezó a leerlo. — “Los hermanos discutían sobre cuál sería la mejor forma de deshacerse de su recién creado antagonista. El frío Omega era partidario de eliminar a TR de forma permanentes, mientras que el paciente Alpha era más partidario de ganarle para su causa. Lo que ninguno de los tres sabía… “. Eso es lo último que he escrito. — Dijo muy sonriente. — Parece que Omega, al que tu llamas Enanito Idiota, te odia tanto como tú a él. Es curioso…

— Me sentiría muy feliz si me dejaras echar un vistazo rápido. — Sugirió TR con una sonrisa. — Sobre todo a eso que ninguno sabíamos.

— Temo que no va a ser posible.

El pequeño libro se alejó flotando y TR salió corriendo tras él. Sin embargo, el Archivista no parecía dispuesto a ponérselo tan fácil y las decenas de miles de volúmenes que había en las estanterías también emprendieron el vuelo para impedírselo. Aunque estos, además de flotar, también atacaban.