De regreso a la seguridad de su hogar, Sergi se quitó el uniforme de TR y se concedió un café bien cargado, una aspirina y un relajante baño de agua caliente, con espuma e hidromasaje incluido. Era lo menos a lo que aspiraba después de los golpes que había recibido. Pretendía alargar más esos momentos de tranquilidad y relajación antes de empezar a leer el escuálido librillo rojo que le había “pedido prestado” al Archivista, pero lo cierto es que le fue completamente imposible. Sentía una curiosidad irrefrenable por saber qué contenía ese librito por el que casi le habían matado (varias y múltiples veces) y era incapaz de concentrarse en la tarea más nimia. Al final, tras un par de horas de lucha encarnizada entre su espíritu fisgón y su autocontrol, se dejó vencer y tomó el manuscrito. No constaba de más de cuatro páginas, pero espera que allí estuviera lo que necesitaba para detener a los Conjurados. Como poco, debía ser importante, en vista del empeño que su autor, el Archivista, había puesto en defenderlo. Con un poco de suerte, se cumpliría el dicho de que “lo breve, si es bueno, dos veces bueno”. El principio del libro, no obstante, le ofrecía escasas esperanzas. Con letra pequeña y apretada, la narración comenzaba con la infancia de los Conjurados:
“Aquellos que más tarde sería conocidos como los Conjurados, vinieron al mundo en una aldea tan minúscula, que no albergaba más habitantes que su familia, cabreros de profesión. Un origen humilde que poco hacía presagiar los grandes hechos que el destino les reservaba.
La primera noción de su potencial, la tuvieron con tan solo seis años: una cabra escapó del corral y el hermano al que en el futuro llamarían Alpha, la hizo regresar con telequinesis. Sin embargo, los niños eran demasiado pequeños para entender lo que acababan de presenciar y lo atribuyeron a extraterrestres, hadas e, incluso, a su propia imaginación. Una “cosa rara” (así la denominaron) que guardaron en secreto y que pronto les parecería normal, a medida que los extraños fenómenos se sucedían con más asiduidad. Al año apareció una bola de fuego, a los ocho meses un charco flotó sobre sus cabezas, a los cinco se formó una tormenta de la nada… Para el día que cumplieron once años, contemplaban “cosas raras” cada semana. A pesar de su frecuencia, los fenómenos solían ocurrir en momentos en los que los hermanos se encontraban a solas, lo que facilitó que sus poderes permanecieran en secreto. Al menos, hasta su primera demostración pública, cuando el pequeño (por minutos) de los mellizos, el que tomaría el seudónimo de Omega, rescató a su padre del barranco en el que quedó atrapado. Un momento feliz que rápidamente quedó empañado por los sucesos que lo siguieron. El padre, creyendo que un milagro divino le había salvado, abandonó su vida e ingresó en una secta religiosa. La madre, intuyendo de dónde provenía ese poder, enloqueció al instante y terminó sus días quitándose la vida, un año más tarde, en un sanatorio mental.
Los Conjurados acabaron a cargo de su abuela, que optó por ignorarlos como forma de relacionarse con ellos. La mujer, adivina de profesión, se negó a tener más trato de necesario con aquellos niños a los que consideraba responsables de las locuras respectivas de su hijo y su nuera. Así los hermanos se encontraron a su suerte el día que Alpha comenzó a tener problemas en el instituto. Aprendida la lección sobre las funestas consecuencias que podían acarrear sus mágicos dones, los Conjurados se decantaron por maquinar complicados y sutiles planes para castigar a aquellos que les contrariara. Frenos rotos, resbalones, incendios fortuitos… los pequeños accidentes empezaron a extenderse por la región, aunque al irascible Omega estas venganzas siempre le sabían a poco e intentaba arrastrar a su hermano un poco más allá en cada ocasión.
Con la mayoría de edad y la expulsión fulminante de casa de su abuela, los mellizos decidieron trasladarse a la capital, para alivio de sus conocidos, que les tenían por pájaros de mal agüero..."
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