Los cientos de miles de libros habían comenzado el ataque aéreo en masa, sin una estrategia definida más allá de golpearle a toda costa, aunque eso pudiera costarles acabar rotos en mil pedazos. Muchos tenían éxito. Encaramado a las estanterías, TR carecía de espacio para maniobrar o esquivar los ataques. En cualquier caso, tampoco le quedaban suficientes fuerzas para seguir dando brincos. Lo único que le quedaba era acelerar el paso y continuar agitando el palo a su alrededor, tratando de acertar al volumen que tuviera más cerca. Se le rompía el corazón cada vez que su vara metálica partía las tapas de cuero de un libro, pero no tenía más opción si quería mantenerse con vida.
— Adiós, pringao. — Saludó al Archivista al adelantarle.
El hombre no dijo nada, como si el insulto no fuera con él. Ni siquiera aceleró el ritmo. Continuó con su paso pausado viendo como el superhéroe se acercaba cada vez más al libro rojo flotante. Lo único que demostró que se había percatado de la presencia de TR fue que lo señaló. Momentos después, una decena de libros se dirigieron hacia donde se encontraba el héroe e hicieron impacto. Pero no atacaban a TR, sino a la estantería en la que estaba subido. El mueble se tambaleó hacia un lado, después hacia el otro y, finalmente, cayó sobre la estantería siguiente. El efecto dominó se empezó a expandir por la cripta y TR iba tan solo unas milésimas de segundo por delante, como si estuviera surfeando sobre una ola de estanterías en un mar de libros.
— Me voy a hostiar, me voy a hostiar, me voy a hostiar. — Iba repitiendo TR al tiempo que corría lo más rápido que los libros enfurecidos le permitían.
Al final fue inevitable que se cayera. En el curso de saltar piedras, no le habían enseñado esas cosas. Quizás el curso de andar sobre barriles rodantes le hubiera sido más útil. Fuera como fuera, lo que sí le sirvió fue su experiencia como especialista de cine, que le permitió salir de allí con tan solo una muñeca luxada. No era nada si se tenía en cuenta lo que podría haberse roto (o lo que podrían haberle roto los libros). Y tampoco podía quejarse por la caída, pues lo hizo bastante cerca de donde se encontraba el libro rojo flotante y, a esa altura, era más fácil cogerlo.
— Te lo devolveré. — Gritó corriendo con el libro hacia la columna dorada que, tal y como imaginara, se trataba de una escalera de caracol.
En lo alto de la escalera, en el techo, había una pequeña trampilla de madera con una argolla de hierro y, en contra de lo esperado, la portezuela se abrió con facilidad en el momento que empujó. Al otro lado, sólo se veía una insondable oscuridad, lo cual era algo mucho más agradable que los libros homicidas, por lo que atravesó el hueco sin pensarlo dos veces. La risa del Archivista resonó mientras cerraba la trampilla.
— Qué mal rollo me da este tío. — Pensó TR.
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