martes, 29 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 44

La explosión redujo a pedazos buena parte de la pared y la onda expansiva arrastró a los presentes hasta el extremo opuesto de la habitación. Ninguno sufrió más daños que el molesto pitido que se adueñó de sus oídos, algunos arañazos y una fuerte taquicardia a causa del susto. Contemplar a Reeva atravesando el recién creado agujero de la pared seguida por una horda de sus demoniacos sirvientes, no contribuyó a que se les relajara el pulso, precisamente. El único al que no pareció afectarle la aparición de la Reina del Fuego fue al Archivista, que permaneció sonriente y tranquilo, sentado en el sofá quemado y sin que ni una sola mota de polvo se hubiera posado sobre su chaqueta o sobre el inmenso volumen que aún descansaba sobre su regazo.

— Qué feliz me hace encontraros aquí reunidos. — Proclamó la hechicera. — A decir verdad, hubiera preferido que todos estuvierais vestidos, pero no por ello me alegro menos de veros. Me va a ahorrar muchos viajes por la ciudad.

— ¿Qué haces aquí? — Preguntó Héctor desafiante en cuanto consiguió recuperar la compostura. La sordera temporal, secuela de la detonación, hizo que lo dijera bastante más alto de lo que era necesario en un espacio tan pequeño. — Ya te dijimos que nos encargábamos nosotros.

— Alguien me informó de que teníais un invitado inesperado y se me ocurrió pasarme a comprobar cómo se desarrollaban los acontecimientos. — Contestó Reeva. — Buenas noches Archivista, es un placer inesperado volver a encontrarte en este mundo.

— Lo mismo digo, Poderosa Señora de las Profundidades. — Replicó el hombre mientras se incorporaba y le hacía una profunda reverencia.

— Veo que has traído uno de tus libros ¿Debo deducir que has revelado alguno de mis secretos?

— Efectivamente, Emperatriz de los diablos.

— Bueno, supongo que tenía que ocurrir algún día. Aunque esperaba que fuera más tarde.

Mario se levantó con dificultad de entre los cascotes y el polvo. Su cara reflejaba tanta confusión como cuando encontró a Sergi desnudo junto a Bolea.

— ¿Entonces es cierto? — Preguntó con voz entrecortada. — ¿Tan sólo pretendías utilizarnos?

— Es una forma de verlo. — Respondió la mujer. — A mí me gusta pensar que iba a compartir la gloria con vosotros mientras me fuerais fieles.

— ¿Y por qué nos ocultaste que Bolea sería afectada por el hechizo? — Intervino Héctor.

— Resulta que el encantamiento tiene un pequeño efecto colateral. — Explicó con una amplia sonrisa. — Os lo mostraré: Melanie, querida, acércate a rendirme pleitesía, por favor.

Bolea se puso de pie como si un marionetista manejase sus miembros con unas cuerdas invisibles. En su rostro se podía vislumbrar la lucha que se desarrollaba en el interior de su mente por el control del cuerpo. Sin embargo, a pesar de ello, la argentina se plantó frente a Reeva y, con la cabeza gacha, se arrodilló sin dudar.

— ¿Veis? Puedo controlar a cualquiera al que le afectase el hechizo. — Dijo la Reina del Fuego pletórica de felicidad. — Pero no os podía contar lo de Bolea porque ella es la única que podía encargarse de eliminaros.

— Pero.. pero... — empezó Mario — ¿por qué? tú has sido una segunda madre para nosotros. Te queríamos.

— Mi querido niño. Eres de una simpleza pasmosa. No me apliques la burda lógica de los mortales. Yo soy una Diosa y lo divino es lo único que me concierne. Si Hera arrojó a Hefesto del Olimpo por su fealdad ¿cómo iba yo a dejaros vivos cuando suponéis un peligro para mis planes?

— Nunca te hubiéramos traicionado. — Replicó Mario sollozando.

— Los humanos sois volátiles. La influencia de TR o el exceso de arrogancia de tu hermano podrían haber conseguido que cambiarais de idea y decidierais levantaros contra mí.

— ¿Y ahora que va a pasar? — Preguntó Héctor. — ¿Vas a pedirle a esta mema que nos asesine a todos? Eres una bruja cobarde.

Con una velocidad sorprendente, Bolea se acercó al Conjurado y le dio un puñetazo en el estómago que hizo que el chico se doblara de dolor.

— No seas impertinente, Omega. — Respondió la Reina del Fuego. — Además, ya no tengo necesidad de librarme de vosotros. Recientemente, he encontrado otra solución mucho más satisfactoria.

La mujer abrió una bolsita de cuero que colgaba de su hombro y en la que ninguno había reparado hasta el momento y sacó una pequeña joya roja.

— Uniros a mí. — Ordenó Reeva.

El potente brillo que emitió la joya pareció congelar a los Conjurados. Durante unos instantes, ninguno de los dos se movió ni un milímetro. Incluso sus respiraciones se detuvieron. Pero la parálisis duró apenas unos pocos segundos. Cuando volvieron a inspirar, Mario se arrodilló frente a la bruja. Héctor, por su parte, agarró del brazo a Bolea y se lanzó sobre TR. El grito desesperado de Omega y un potente fogonazo fue lo último que Sergi percibió antes de perder el conocimiento.

martes, 15 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 43

La aparición del Archivista ayudó a mejorar el pésimo humor de Sergi. Sus problemas con Mario y su odio hacia Héctor permanecían intactos, pero tenía a alguien a quien echarle la culpa de aquella situación. Eso le consolaba. Y en ese momento no contaba con sus libros voladores para protegerle. Si no le daba la información que quería, podría darse el gusto de sacársela a puñetazos.

— No sabes cuánto me alegro de verte, Archivista. — Dijo. — Tenía muchísimas ganas de que me explicaras a qué narices estás jugando con nosotros.

— A nosotros también nos interesaría saber qué es lo que tramas. — Apuntó Héctor. — No suele gustarnos que nos manipulen.

— Curiosa afirmación de alguien que sigue ciegamente las órdenes que le dan. — Respondió el hombre de edad indefinida. Parecía nervioso, aunque también divertido. — Pero todo eso ya da igual, porque ha habido un pequeño cambio de planes.

— ¿Un cambio de planes? — Preguntó Mario sin apartar la mirada del que, hasta unos pocos minutos antes, era una lo más cercano a una pareja que había tenido nunca.

— Os digo que no importa. Lo único que debe preocuparos es esto. — Dijo el Archivista abriendo por la mitad el enorme libro que tenía en su regazo. — Es la vida de Reeva.

— ¿Cuántos años tiene esa mujer? — Preguntó TR. — Ese volumen es enorme.

— Bueno, hay otros diez.

— ¿Va a durar mucho la tontería? Tenemos cosas que hacer, viejo. — Se quejó Héctor. — Aún me queda cargarme a esos dos idiotas.

— Creo que podemos darle cinco minutos al señor. — Opinó Mario. — Las cosas no van a empeorar por escucharle.

— Gracias, Alpha. Atended: “Era una mañana cualquiera, pero no fue cualquier mañana para Reeva, la Reina del Fuego. Ese día, por fin, se dio cuenta de qué era lo que le ocurría en los últimos meses, qué era lo que hacía que se levantara sin ganas de empezar la jornada y por qué ya no le entusiasmaban los atracos a los bancos: sentía que su trabajo no servía de nada. Podía detener a cinco ladrones, que otros cinco acudirían presurosos a sustituirles. Era inútil. Si quería que la justicia se impusiera en el mundo, tendría que atacar el origen de la maldad, la misma sociedad. Hasta que el conjunto de la humanidad no variara su forma de actuar, nada mejoraría en ese planeta. Y ella era la persona perfecta para introducir esos cambios. Aunque sola, su éxito sería reducido. Necesitaba más poder. Y no tardó en averiguar de dónde lo sacaría pues, una semana más tarde, conoció a los Conjurados. Bien moldeados, serían los acompañantes perfectos para lograr el gran cambio que anhelaba. Estaba ansiosa porque llegara el día en que conquistaría el mundo entero.”

— Bueno, sí, está más loca de lo que nosotros pensábamos. — Admitió Héctor.

— Aún no he terminado. — Respondió el Archivista mientras pasaba las hojas del libro. — Aquí está: “Reeva se sentía feliz. No tendría que esperar mucho para conseguir el ejército que se merecía. Por fin, tras meses de entrenamiento, los Conjurados serían capaces de realizar el ritual que elevaría el nivel de todos aquellos que formaban parte de la junta directiva de la Asociación de Superhéroes. A todos incluyendo a los dos miembros secretos que los hechiceros no conocían y que la Reina del Fuego guardaba en la recámara como su seguro de vida. Reeva sabía que, más pronto que tarde, los hermanos acabarían suponiendo un peligro para ella y tendría que liquidarles. Esperaba que, para entonces, al menos hubieran terminado las tareas que les encomendó. Especialmente, la de liquidar a TR.”

— ¿Perdón? ¿Cómo es eso de que nos va a asesinar? — Preguntó Héctor. — ¿Y cuáles son esos miembros de la junta directiva que no conocemos?

— Me parece que una soy yo. — Confesó Bolea. — Hace tiempo Reeva me ofreció un puesto en la junta y acepté, pero después del lío en la Quebrada nunca volvió a mencionar el tema.

— Al haber dado tu consentimiento es como si pertenecieras. — Explicó Mario. — Nosotros sólo mencionamos a “los miembros de la junta”, por lo que el hechizo funcionó en ti igual que en el Sastre Rojo.

— Por eso pudiste romper nuestro campo de fuerza cuando luchamos. Tu poder había crecido gracias a nuestro conjuro. — Gruñó Omega. — Qué puta la bruja. Si se cree que va a poder…

Héctor no pudo acabar la frase porque, en ese momento, la pared del salón explotó en mil pedazos.

viernes, 11 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 42

Mario se quedó absolutamente petrificado, salvo por el leve tic que el estrés hizo aparecer en su mejilla derecha. Su cara no tenía nada que envidiar a la que su pareja tenía unos momentos antes. Le estaba resultando difícil de entender cómo las identidades de Sergi y TR podían convivir en una misma persona. Por un lado estaba el divertido, cariñoso e interesante guionista de cómics con el que acababa de empezar una relación. Por el otro, el hipócrita aprendiz de superhéroe que pretendía frustrar sus planes por puro egoísmo y al que su hermano y su mentora (las personas que más le importaban en la vida) odiaban con toda su alma.

— ¿TR? No lo entiendo. — Comentó Mario tras unos segundos de silencio. Le había dado muchas vueltas en su cabeza, pero la única explicación lógica que se le ocurría era que se trataba de un error o una broma pesada.

— Pásate unos cuantos minutos así y sabrás cómo me siento ahora mismo. — Replicó Sergi molesto.

— Seguro que Héctor te ha pedido que digas eso para asustarme. — Dijo Mario riendo nervioso.

— Lo siento, pero es cierto. — Respondió TR un poco triste al contemplar los desesperados intentos de negar la realidad de aquel que había deseado que llegara a ser su novio. — Soy TR y ella es Bolea.

— Entonces, has estado utilizándome para conseguir tus objetivos ¿verdad? — Concluyó Mario.

— No, no, no. Tú me has utilizado a mí. Yo acabo de enterarme de que eres uno de los Conjurados.

— ¿Por qué iba a yo a hacer algo así? — Preguntó Mario confuso. En su cabeza, la tristeza y el desconcierto todavía eran los sentimientos predominantes. Aún le quedaba hasta llegar a estar tan enfadado como su pareja... o expareja... ya no sabía qué eran. — Yo te quiero.

— Ahora mismo, no me fío mucho de ti.

— ¿Tú no me quieres?

— Claro que sí. — Reconoció TR. — Pero me cuesta creer lo que dices.

— ¿Por qué?

— Bueno, está lo de intentar matarnos, lo de asesinar mafiosos y... ¡ah, sí! y porque trabajas para la bruja mala del infierno.

— Reeva no es ninguna bruja mala. — Se quejó el hechicero.

— Pero si cumple más tópicos que la de Blancanieves. — Respondió TR. — Hasta invoca demonios. Lo único que le falta es comer niños. Y tampoco pondría la mano en el fuego.

— No la comprendes. — Dijo Mario. La ira comenzaba a aflorar en su interior. No le estaba gustando que se metieran con la mujer a la que consideraba una segunda madre. — Ella sólo quiere cambiar el mundo, hacerlo más justo y pacífico para que la gente pueda ser feliz.

— Sí, sí. Eso dicen todos los dictadores. — Contestó Sergi cabreado. Cualquier sentimiento de compasión, comprensión o cariño que sintiera por Mario se estaba desvaneciendo rápidamente. Que defendiera a Reeva, era demasiado.

— Oye, tú, la de los cuadros en las tetas. — Intervino Héctor, la otra mitad de los Conjurados. Llevaba un rato contemplando la discusión y parecía aburrirse. — ¿Qué te parece si empezamos nosotros con las hostias? Por hacer algo mientras mi hermano y su novia terminan de discutir.

— Qué poco respeto. — Le respondió Bolea. — Si tantas ganas tenés de que te patee el culo, esperate tu turno.

— Bueno, tampoco es necesario que nos peguemos ahora mismo. — Replicó el otro. — Podríamos intentar expandir tus gustos hacia nuevos horizontes. No sé por qué, pero me pone eso de que te vistas con cuadros. Es la versión culta de la típica porno-chacha.

— Prefiero luchar. — Contestó Bolea.

La mujer cogió su maza con fuerza dispuesta a cargar contra su oponente. Héctor comenzó a levitar y sus manos emitieron un brillo rojizo. R y Mario, por su parte, se gritaban a pleno pulmón. Sin embargo, una voz profunda les interrumpió antes de que ninguno llegara a las manos. Venía de un hombre de edad indeterminada y pelo blanco que estaba sentado en el sofá quemado. Sobre su regazo descansaba un enorme volumen verde de un palmo de grosor.

— Vaya, se ve que llego en el momento justo. — Dijo con una sonrisa. — Creo que tengo la respuesta a vuestras preguntas. Pero perdonad, no me he presentado. Me llaman el Archivista.

martes, 8 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 41

— No lo entiendo. — Balbuceó TR. Estaba lívido como la leche. — En serio, explícamelo ¿Qué significa?

— Tranquilizate. — Le consoló Bolea con voz dulce. — Seguro que no es más que un truco del Archivista.

— Sí, claro. Es un truco... ¿pero por qué? ¿qué gana él con todo esto?

— Quién sabe. Recién nos enteramos de que existe.

— Pero no tiene sentido. Estoy seguro de que quería que me llevara el libro. Sabía que si me lo enseñaba, sería incapaz de resistirme. Además, nunca podría haberlo sacado de allí sin su consentimiento. Los volúmenes voladores me habrían destrozado ¿Lo hizo sólo por hacerme sufrir? — Preguntó TR con serios esfuerzos por no echarse a llorar.

— Quizás es un súper psicópata que necesita hacer este tipo de trucos para entretenerse. — Apuntó Bolea.

— ¿Y si es cierto? ¿qué pasa si Mario es uno de los Conjurados?

— Seguramente, él tampoco sabía que tú eras TR.

— O, a lo mejor, me ha estado utilizando. — Dijo Sergi con seriedad. La ira comenzaba a imponerse como la sensación dominante en su cuerpo, por encima de la tristeza.

— No lo creo. — Opinó su amiga. — De ser así, habrían ido a tu casa después de lo que ocurrió en la Quebrada.

— Es cierto. — Reflexionó TR. En su interior, el enfado remitió ligeramente, dejando vía libre a la pena y la autocompasión. — Espero que fuera sincero.

— Seguro que sí.

— Es una lástima. De habernos conocido en otras circunstancias seríamos la pareja perfecta. Al menos, él no tendría problemas con mi faceta de superhéroe. No como Javier…

— Dejá de torturarte. Aún no sabemos si es cierto que sea uno de los Conjurados.

— Acabo de caer en quién puede ser Omega — Dijo el chico. — Tuvimos un pequeño encontronazo en el gimnasio el día que conocí a Mario.

— Eso no quiere decir nada. — Apuntó Bolea.

— Y el día del atraco al banco, él tuvo que irse por una emergencia en el hospital. Todo encaja. — Concluyó Sergi.

— Mirá, si el Archivista quiere hacerte sufrir, habrá tratado de hacer realista su historia.

— ¿Tú crees que esa es la explicación? — Preguntó TR esperanzado. Sus niveles de pena, ira y autocompasión disminuyeron ante la esperanza de que la teoría de Bolea fuera cierta. Sin embargo, no tardaron en volver a ascender en tromba en cuanto la realidad decidió solventar el debate con un fogonazo de cegadora luz roja. Los Conjurados, acababan de llegar.

— ¿Sergi? — Preguntó el más alto de los dos hechiceros apartándose la capucha. La cara de Mario surgió de entre la tela. — ¿Qué... qué estás haciendo aquí? ¿Por qué... estás desnudo?

— Podría preguntarte qué haces tú aquí así vestido. — Le respondió TR desafiante. Su enfado acababa de sobrepasar por mucho al resto de emociones que circulaban por su cabeza.

— Lo del desnudo no tiene nada que ver con el sexo, que conste. — Añadió Bolea. — Lo digo para que no surjan malentendidos. A mí me van las chicas.

— Melanie, no creo que eso interese a nuestros invitados. — Apuntó Sergi mientras recogía su palo de metal y lo estiraba con un gesto.

— Me interesa a mí. — Respondió la argentina. — Tengo una reputación que mantener.

— Sí, pero qué haces aquí. — Insistió Mario.

— Es sencillo, yo soy TR.

viernes, 4 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 40

Tardaron varios minutos en conseguir detener la loca carrera del Sastre Rojo por el apartamento y en apagar con el extintor las llamas que consumían sus ropas (y las que se habían extendido por el sofá y una alfombra). Después de dejaron inconsciente para evitar que sus gritos atrajeran compañías indeseables, le curaron las quemaduras (después de todo eran héroes) y le ataron con una pesada cadena de hierro forjado (un suvenir que Bolea se había traído de un viaje por Europa) para evitar que se escapase, pues no tenían muy claro si sería capaz de controlar una cuerda con sus poderes.

Una vez finalizadas sus tareas superheroicas, pudieron centrarse en prioridades más mundanas como ponerse algo de ropa. A TR no le importaba estar desnudo, pero admitía que cargar armas afiladas no era una tarea que le apeteciera hacer en pelotas. Sin embargo, TR no llegó a tener tiempo de ponerse a rebuscar en el armario de su amiga pues, en ese momento, una enorme masa de pelos atravesó una de las ventanas del salón. Se trataba de Chita, la mujer capaz de transformarse en mono. Y no estaba especialmente contenta a juzgar por cómo aplastaba el sofá. Pero antes de que pudiera causar un desastre decorativo en todo el apartamento, la maza de Bolea cruzó volando la sala y le impactó en la cabeza. El sonido que provocó el impacto, le recordó a TR el de un melón maduro, aunque lo que más le sorprendió fue que la cabeza de Chita continuase en su lugar. Cualquier humano normal y corriente, habría muerto decapitado al instante. La gigantesca simia tuvo suerte y sólo cayó inconsciente sobre la mesa de café, que se hundió bajo su peso antes de que la mujer recuperase su forma humana.

En vista que, de sus dos prisioneros, la mujer era la única que poseía una fuerza sobrehumana, tuvieron que inmovilizarla con las cadenas que ataban al Sastre Rojo. Al hombre le encerraron desnudo en el cuarto de baño, aunque antes retiraron las toallas y la cortina de la ducha. Así no tendría nada que controlar y no sería nada más que un humano normal, aunque tampoco creían que fuera a darles muchos problemas con las quemaduras que tenía si llegaba a despertarse.

— ¡Ya estoy harta! — Gritó Bolea. Su acento argentino había desaparecido, lo que no solían ser un indicador de felicidad y calma. — No me importa que intenten matarme, pero no estoy dispuesta a que me destrocen el mobiliario.

— ¿Te has fijado que todos tienen los poderes muy... aumentados? — Preguntó TR.

— No. — Respondió Bolea con sequedad mientras trataba de arreglar la mesa de café. Nuevamente, su mutua desnudez había quedado en un segundo plano. — ¿A qué te referís?

— No sé. — Dijo TR sonriente al percatarse del regreso de la "argentinidad" de su amiga.

— Pero todos los de la Asociación de Superhéroes que nos hemos encontrado podían hacer cosas de las que antes no eran capaces.

— Habrán practicado.

— Es posible, aunque me resulta raro que pase con todos. Gamer puede sacar objetos que no sean armas de los videojuegos, el Sastre Rojo es capaz de controlar los tejidos, Chita es el doble de grande... ¿notaste algo extraño cuando luchaste con Superbyte?

— Ahora que lo decís... me pareció que tenía más chismes. — Apuntó Bolea.

— Es muy curioso.

— Sí, pero vamos a apresurarnos antes de que lleguen los que faltan. — Dijo la chica. — Cogeré las armas y, mientras, vos buscate en el closet algo que podás ponerte.

Una vez más, TR tomó el camino del armario de su amiga y, nuevamente, no consiguió llegar. En esta ocasión, le distrajo el pitido (con su resplandor a juego) que indicaba que una nueva frase acababa de escribirse en el libro del Archivista. Se lanzó sobre él con ansia y empezó a leerlo sin esperar a que Bolea se reuniera con él. Lo que ponía le dejó helado:

"Lo que ninguno de los tres sabía era que se conocían en su vida civil. Omega, en realidad, se llamaba Héctor y había tenido una sonora pelea con Sergi en el gimnasio. Su hermano Alpha conocía bastante mejor a TR. Después de todo llevaban tiempo acostándose. Su nombre era Mario.”

martes, 1 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 39

— Ahora que estamos desnudos, no puedes hacernos nada. — Dijo TR desafiante.

— Todavía llevas los calcetines. — Le respondió el Sastre Rojo con sorna.

TR se agachó a toda velocidad y se quitó los zapatos y los calcetines. Ni siquiera habían empezado a apretarle, por lo que su enemigo debía estar tomándole el pelo, pero prefería no arriesgarse. No sabía hasta dónde alcanzarían los poderes del Sastre Rojo. Nunca antes los había tenido. Cuando le conoció, no era más que un friki que usaba las prendas de ropa como arma. Era bastante más habilidoso de lo que cualquiera hubiera imaginado en un principio, pero lo de controlarlas era algo nuevo. Igual que la capacidad de Gamer de extraer vehículos de los juegos. Todos los de la Asociación de Superhéroes estaban extrañamente poderosos.

Mientras su compañero se dedicaba a deshacerse de los últimos vestigios de su vestimenta, Bolea se hizo con algo para cubrirse. Las miradas lascivas del Sastre Rojo la estaban revolviendo el estómago. Así que, en vista de que no podía usar nada de tela y que no tenía tiempo de ir a su habitación a enfundarse su armadura samurai, tuvo que optar por un par de cuadros. Se colgó uno alargado del cuello y otro más pequeño, el retrato de un familiar desconocido, de la cintura. Tapaban lo justo e iban a incordiarle en la lucha que vendría, pero al menos su enemigo no le estaría mirando las tetas.

TR recogió su palo de metal extensible del suelo y se puso en guardia. A diferencia de su amiga, él se encontraba cómodo sin ropa. Su etapa de actor porno le había dejado su vergüenza en ese sentido. Y tampoco le importaba luchar en pelotas. Varias películas con escenas de lucha grecorromana habían conseguido que se acostumbrara a ello.

— Ahora sí que estoy completamente desnudo. Ya no puedes hacerme nada. — Proclamó, un vez más.

El Sastre Rojo rio. Los restos del disfraz de Drácula que se encontraban por el suelo se lanzaron contra su cara, tratando de asfixiarle. Entretanto, Bolea aprovechó para atacar (a pesar de sus problemas de movilidad por culpa de los cuadros) lanzando su maza. No llegó a golpear su objetivo.

La ropa que llevaba el Sastre Rojo, que tomaron por un mono negro, en realidad estaba formado por varias vendas, al estilo de una momia egipcia. Como si una naranja se pelara sola, las tiras fueron desenredándose del cuerpo de su dueño, dejando al descubierto el habitual y encarnado uniforme del Sastre. Una vez liberadas, las vendas negruzcas se dispusieron en círculo alrededor del hombre, balanceándose al estilo de las serpientes encantadas.

El proceso al completo sucedió a una velocidad pasmosa, en décimas de segundo, por lo que Bolea no pudo apreciarlo. Lo que sí vio fue cómo las tiras de tela se elevaban sobre ellas mismas y detenían su maza en seco.

— Ya ves, que hasta tu poderosa maza es inservible contra mí, bellísima Bolea. — Dijo el Sastre Rojo regodeándose.

La maza de Bolea incrementó su presión contra las vendas, pero estas siguieron resistiendo. Entre tanto, en un rincón, TR pudo respirar por primera vez en lo que a él le pareció una eternidad. Los restos del disfraz de Drácula habían dejado de tratar de matarle, lo que parecía indicar que el Sastre Rojo estaba utilizando toda su concentración en luchar contra Bolea. Lo mejor era que no daba muestras de haberse dado cuenta.

Así que TR, aprovechando el factor sorpresa, se arrastró sigilosamente hasta el mueble bar de su amiga y se hizo con una botella de tequila. En el aparador de la entrada, encontró las cerillas para encender velas aromáticas.

— ¡Sorpresa! — Gritó mientras rociaba las vendas con el alcohol y le lanzaba una cerilla. Una de las tiras consiguió apresarle el cuello, pero desistió en cuanto su amo comenzó a dar alaridos por el salón.

— Te pasaste un poco. — Le recriminó Bolea a su amigo. — Traé el extintor que hay en la cocina antes de que me queme la casa.

— Qué desagradecida eres. — Se quejó TR.