La aparición del Archivista ayudó a mejorar el pésimo humor de Sergi. Sus problemas con Mario y su odio hacia Héctor permanecían intactos, pero tenía a alguien a quien echarle la culpa de aquella situación. Eso le consolaba. Y en ese momento no contaba con sus libros voladores para protegerle. Si no le daba la información que quería, podría darse el gusto de sacársela a puñetazos.
— No sabes cuánto me alegro de verte, Archivista. — Dijo. — Tenía muchísimas ganas de que me explicaras a qué narices estás jugando con nosotros.
— A nosotros también nos interesaría saber qué es lo que tramas. — Apuntó Héctor. — No suele gustarnos que nos manipulen.
— Curiosa afirmación de alguien que sigue ciegamente las órdenes que le dan. — Respondió el hombre de edad indefinida. Parecía nervioso, aunque también divertido. — Pero todo eso ya da igual, porque ha habido un pequeño cambio de planes.
— ¿Un cambio de planes? — Preguntó Mario sin apartar la mirada del que, hasta unos pocos minutos antes, era una lo más cercano a una pareja que había tenido nunca.
— Os digo que no importa. Lo único que debe preocuparos es esto. — Dijo el Archivista abriendo por la mitad el enorme libro que tenía en su regazo. — Es la vida de Reeva.
— ¿Cuántos años tiene esa mujer? — Preguntó TR. — Ese volumen es enorme.
— Bueno, hay otros diez.
— ¿Va a durar mucho la tontería? Tenemos cosas que hacer, viejo. — Se quejó Héctor. — Aún me queda cargarme a esos dos idiotas.
— Creo que podemos darle cinco minutos al señor. — Opinó Mario. — Las cosas no van a empeorar por escucharle.
— Gracias, Alpha. Atended: “Era una mañana cualquiera, pero no fue cualquier mañana para Reeva, la Reina del Fuego. Ese día, por fin, se dio cuenta de qué era lo que le ocurría en los últimos meses, qué era lo que hacía que se levantara sin ganas de empezar la jornada y por qué ya no le entusiasmaban los atracos a los bancos: sentía que su trabajo no servía de nada. Podía detener a cinco ladrones, que otros cinco acudirían presurosos a sustituirles. Era inútil. Si quería que la justicia se impusiera en el mundo, tendría que atacar el origen de la maldad, la misma sociedad. Hasta que el conjunto de la humanidad no variara su forma de actuar, nada mejoraría en ese planeta. Y ella era la persona perfecta para introducir esos cambios. Aunque sola, su éxito sería reducido. Necesitaba más poder. Y no tardó en averiguar de dónde lo sacaría pues, una semana más tarde, conoció a los Conjurados. Bien moldeados, serían los acompañantes perfectos para lograr el gran cambio que anhelaba. Estaba ansiosa porque llegara el día en que conquistaría el mundo entero.”
— Bueno, sí, está más loca de lo que nosotros pensábamos. — Admitió Héctor.
— Aún no he terminado. — Respondió el Archivista mientras pasaba las hojas del libro. — Aquí está: “Reeva se sentía feliz. No tendría que esperar mucho para conseguir el ejército que se merecía. Por fin, tras meses de entrenamiento, los Conjurados serían capaces de realizar el ritual que elevaría el nivel de todos aquellos que formaban parte de la junta directiva de la Asociación de Superhéroes. A todos incluyendo a los dos miembros secretos que los hechiceros no conocían y que la Reina del Fuego guardaba en la recámara como su seguro de vida. Reeva sabía que, más pronto que tarde, los hermanos acabarían suponiendo un peligro para ella y tendría que liquidarles. Esperaba que, para entonces, al menos hubieran terminado las tareas que les encomendó. Especialmente, la de liquidar a TR.”
— ¿Perdón? ¿Cómo es eso de que nos va a asesinar? — Preguntó Héctor. — ¿Y cuáles son esos miembros de la junta directiva que no conocemos?
— Me parece que una soy yo. — Confesó Bolea. — Hace tiempo Reeva me ofreció un puesto en la junta y acepté, pero después del lío en la Quebrada nunca volvió a mencionar el tema.
— Al haber dado tu consentimiento es como si pertenecieras. — Explicó Mario. — Nosotros sólo mencionamos a “los miembros de la junta”, por lo que el hechizo funcionó en ti igual que en el Sastre Rojo.
— Por eso pudiste romper nuestro campo de fuerza cuando luchamos. Tu poder había crecido gracias a nuestro conjuro. — Gruñó Omega. — Qué puta la bruja. Si se cree que va a poder…
Héctor no pudo acabar la frase porque, en ese momento, la pared del salón explotó en mil pedazos.
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