miércoles, 11 de diciembre de 2013

Nuevo descargable, esta vez de TR

Para aquellos que no les guste seguir una historia capítulo a capítulo, ya está disponible un nuevo libro electrónico listo que recopila las primeras 40 entradas publicadas de las aventuras de TR, el superhéroe gay, en "El ascenso de los Conjurados".

Por supuesto, es totalmente gratuito y puede conseguirse en la página de Bubok en pdf, movi y e-pub, los formatos que utilizan los principales reproductores, tabletas, e-books, ordenadores y demás cachibaches electrónicos.

Si quieres descargártelo puedes hacerlo desde la página web.

Espero que les guste.

viernes, 6 de diciembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 50

Sergi trabajaba con una máquina de coser. Él, al igual que Spiderman y buena parte de los héroes del país, se hacía sus propios uniformes. Encargar mallas ajustadas de colores llamativos por las sastrerías de la ciudad no suele ser muy bueno para mantener una identidad secreta. Al menos, así fue hasta que la Asociación de Superhéroes puso en marcha su servicio de diseño y confección. Funcionaba bastante bien y nadie te pedía que te quitaras la máscara para medirte, pero Sergi seguía prefiriendo hacerse sus propios trajes. Así se sentía más libre. Además, el encargado de moda de la Asociación era el Sastre Rojo con el que TR nunca (incluso antes de intentar matarle) se había llevado bien. En su opinión, no era ni la mitad de simpático que la pequeña diseñadora de la película de "Los Increíbles".

La vieja máquina de hierro que había en la casona resultaba no iba con demasiada fluidez, pero no le importó. Tenía muchos años de práctica y había “copiado” sus habilidades a algunas de las mejores modistas del mundo (su abuela incluida). Además, confeccionarse un nuevo uniforme le hacía sentir que recuperaba algo de control sobre su vida. Y no sólo estaba haciendo el suyo, también los de sus compañeros. Ninguno se lo había pedido. De hecho, consideraban una tontería llevarlos, dado que Ampario ya conocería sus identidades secretas. Pero TR era muy clásico para algunas cosas y le gustaba ir vestido adecuadamente a sus citas, especialmente si era con una superheroína.

— Vaya, qué sorpresa. — Dijo Héctor al entrar al salón. — Tú haciendo una actividad tan heterosexual como coser.

— Puedes reírte lo que quieras. — Respondió Sergi sin dejar su labor. — Pero esta habilidad me ha dado de comer durante bastante tiempo.

— ¿Fuiste una modistilla? Reitero mi sorpresa anterior.

— Antes de convertirme en una estrella del porno, empecé en la industria del cine para adultos como ayudante de dirección. Y entre mis muchas responsabilidades estaba la de arreglar los tangas rotos y volver a coser los botones que arrancaban los actores.

— ¿Estrella del porno? — Preguntó Héctor con cierta estupefacción.

— ¿Acaso no lo notaste la otra noche? Debió ser por estar influido mágicamente.

— Muy gracioso, pero no has contestado.

— Pues sí, fui actor porno. — Admitió Sergi. — Ha sido uno de los muchos trabajos que he tenido en mi vida. Por lo que leí de la biografía que os hizo el Archivista, me parece que vosotros no habéis tenido esos problemillas.

— Parece que olvidó algunos datos.

— Tus secretos están a salvo conmigo. Todos ellos.

Melanie entró en ese momento en el salón. Su aspecto aún era mejorable, pero había conseguido dormir unas horas sin tener pesadillas con Reeva y, al menos, se sentía un poco más descansada.

— Vayámonos, chicos. — Dijo. — Hay un largo viaje por delante.

— Espera, que me queda coser un par de cosillas.

— No irás de TR. Tratamos de pasar desapercibidos y los hombres en mallas no son demasiado discretos.

— Además, — continuó Héctor — ya no tienes identidad secreta que guardar.

— Pero es una tradición. — Se quejó Sergi. — No puedes tratar con otro superhéroe vestido de paisano. Hasta os he hecho unos a vosotros...

— Nada de uniformes. — Le cortó Melanie.

— ¿Puedo llevarme las gafas al menos? — Preguntó TR poniendo cara de cordero degollado.

— De acuerdo, pero no te las pongas hasta que lleguemos.

— ¿Cómo has conseguido tintar los cristales de rosa? — Le preguntó el hechicero.

— No tuve que hacerlo. La tienda de deportes que asaltamos tenía un stock de gafas de esquiar de lo más variado.

— Y hortera, por lo que veo.

martes, 3 de diciembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 49

Conocían sus identidades secretas, controlaban sus cuentas y vigilaban sus domicilios. Que en su obsesión por encontrarles Reeva hubiera pinchado, mediante magia o técnica, los teléfonos de todos aquellos que les conocían no les parecía muy descabellado. Ampario como miembro de la Asociación y amiga de Bolea, con la que de vez en cuando iba de patrulla, tenía todas las papeletas para estar en el grupo de los que tenían sus comunicaciones intervenidas. Llamarla, aunque el teléfono de la casona fuera seguro, supondría revelar su paradero al instante. una circunstancia que podrían utilizar en el futuro para atraerla hasta allí y tenderla una trampa, pero aún no era el momento. Todavía necesitaban encontrar una manera de derrotarla (si es que existía una) y recuperar la confianza, seriamente minada tras las derrotas y las diferentes manipulaciones mentales que todos habían sufrido. En ese momento, lo único que buscaban era establecer contacto con una posible aliada.

Así que, en aras de la seguridad colectiva y guiados por una cierta paranoia (más pronunciada en Héctor que en Sergi), se embarcaron en un largo viaje en coche hacia el noreste. Condujeron durante horas hasta que, a una distancia sustancial y prudencial de su refugio, entraron en un restaurante de carretera. Era un buen sitio para pasar desapercibido. Había mucha gente, nadie se fijaba en los extraños y solían tener teléfonos públicos. El único problema que podrían haberse encontrado fue que el móvil de Bolea se había quedado (con el teléfono de Ampario en su memoria) olvidado en el suelo de su apartamento junto con su ropa. Pero, por suerte, la chica se lo había enseñado con una canción infantil (cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis, pero al revés) y la argentina no tuvo problemas en recordarlo.

— Bolea, qué bien que me hayas llamado. — Dijo la chica. — Estaba superpreocupada por ti ¿te encuentras bien?

— Sí, por supuesto ¿y vos?

— Bueno. Reeva no se ha tomado muy bien que escaparais — empezó Ampario — y nos está obligando a buscaros, pero yo siempre me niego porque tengo claro que vosotros nunca haríais nada malo. Bueno, puede que TR sí, dado que es un poco rarito. Y del otro tipo no puedo decir nada, pues no le conozco. Pero en ti confío plenamente.

— Muchas gracias. Necesito verte ¿quedamos pasado mañana donde siempre nos encontrábamos al ir de patrulla después de la merienda?

— Chupi. Allí te veré.

Bolea colgó el teléfono y, sin perder un segundo, salieron a paso ligero hacia el coche. Les preocupaba que alguien pudiera teletransportarse, de repente, en medio del local.

— ¿Confías en ella? — Le preguntó Héctor mientras conducía el coche. Pensando en despistar a posibles perseguidores, había cambiado de sentido tres veces y el rodeo para regresar hasta su escondite se estaba alargando por tres comarcas diferentes.

— Por supuesto. — Respondió Bolea sin dudarlo. — Ampario es una niña de muy buen corazón.

— Es tonta y se lo va a contar a Reeva. — Replicó Sergi.

— No es tonta, es inocente. — Contestó Bolea.

— Me da igual. La cuestión es que no sabe lo que hace y va a acabar metiéndonos en un lío.

— Confío en ella.

— Ya verás. — Apuntó Sergi. — Yo, por si acaso, mañana me voy a pasar el día cosiéndome mi nuevo traje de superhéroe. Hay que estar bien vestido para hacer frente a los imprevistos.

— No va a pasar nada. — Respondió Melanie.

— Mañana me darás la razón.

viernes, 29 de noviembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 48

A Sergi le estaba costando digerir lo que Héctor acababa de explicarle. Que Mario hubiera obligado a su hermano a acostarse con él para enviarle una especie de mensaje de amor era una de las cosas más retorcidas, surrealistas y paranormales que había escuchado en su vida. Que toda esa charada fuera una forma de castigarles a ambos, le parecía algo tan horrible que ni siquiera le entraba en la cabeza. E igual de incomprensible que la serenidad con la que Héctor hablaba del tema. A pesar de sus bravuconadas, el hechicero se encontraba mucho más relajado de lo que Sergi consideraría normal en una situación similar.

— No comprendo que estés así de tranquilo. — Le dijo por fin mientras Héctor se preparaba unas tostadas con mantequilla y mermelada. — Esperaba que te pusieras a dar puñetazos a las paredes y cosas por el estilo.

— Creía que habíamos acordado no volver a hablar del tema. — Le respondió el otro.

— Pero es que me resulta raro que estés ahí parado preparándote el desayuno. No eres de los que se callan las cosas ni de los que se evaden a su mundo feliz para canalizar sus malos pensamientos.

— No quiero darle demasiada importancia. Poco íbamos a sacar de provecho así.

— Tampoco eres de los que hacen reflexiones constructivas. — Le replicó Sergi. — A no ser que no sea la primera vez que te hace algo así...

Héctor guardó silencio y continuó extendiendo mermelada por su segunda tostada.

— No es la primera vez que ocurre ¿verdad? — Insistió Sergi. — Por eso tenías tan claro lo que había pasado.

— Mira que eres plasta. — Se quejó el hechicero. — Sí, han sucedido eventos similares en otras ocasiones... un par nada más.

— Pero tú eres hetero... no sé, yo me siento bastante traumatizado y me gustan los tíos.

— Sí, claro que soy hetero. Mucho. — Respondió Héctor sacando pecho. — Y no se te ocurra dudarlo nunca o te partiré las piernas. Lo que pasa es que Mario y yo teníamos una conexión muy fuerte y por opuestos que fuéramos, de vez en cuando, nos influíamos el uno al otro. Yo, a veces, tuve... experiencias y él, en ocasiones, sufría ataques de furia.

— Sigo sin entender por qué no te enfadas más.

— Será que desde que la guarra de Reeva lo secuestró me siento un poco más magnánimo con mi hermano. — Dijo Héctor. — Y ahora, si no te importa, me gustaría dejar la conversación.

En ese mismo momento, Melanie entró en la cocina y se sirvió un café. En ningún momento miró a sus compañeros a los ojos.

— ¿Qué tal has pasado la noche? — Le preguntó Sergi al notar la mala cara que tenía.

— Las he tenido mejores. — Respondió la argentina con una sonrisa forzada y con la mirada perdida en el vacío. Obviaba mencionar que casi no había dormido y que, en las pocas horas en las que consiguió conciliar el sueño, la atormentaron horribles pesadillas en las que Reeva utilizaba su cuerpo para cometer todo tipo de atrocidades. — Bueno ¿pensaron qué haremos ahora?

— Tendríamos que buscarnos otro escondite en breve. — Opinó Héctor.

— ¿Crees que Mario averiguó donde estamos cuando... ocurrió lo de anoche?

— ¿Qué pasó anoche? — Preguntó Melanie.

— Nada, nada... mi hermano me poseyó un poquito. — Explicó el Conjurado. — Pero dudo que averiguara nada. Mi mente seguía bajo mi poder y como teníamos las persianas bajadas, poco pudo averiguar con la vista.

— ¿Crees que Reeva podría sacarlo de mi mente? — Le consultó Melanie preocupada. — Yo he... tenido sueños en los que salía ella controlándome.

— Lo dudo. Ya anulé el hechizo que facilitaba su control telepático y, además, levanté unas cuantas barreras mentales protectoras a tu alrededor. Deberías estar segura.

— Entonces ¿qué hacemos? ¿huimos? ¿y luego? ¿volvemos a huir? Debe haber algo que podamos hacer. — Replicó Sergi.

— Me encantaría, créeme. Haría lo que fuera necesario por rescatar a mi hermano, pero es imposible. Reeva es demasiado poderosa.

— Quizás nos convendría tener algún aliado. — Propuso Melanie.

— ¿En quién piensas?

— En Ampario.

— Estamos apañados. — Se quejó Sergi.

martes, 19 de noviembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 47

Sergi fue el primero de los tres en despertarse y no lo hizo hasta bien entrada la tarde, sobre las seis, cuando el sol empezaba a desaparecer por el horizonte. Seguía tan agotado tras el largo viaje que no le hubiera importado seguir durmiendo durante un par de horas más. Pero el ruido de un motor lejano le desveló, impidiendo que volviera a cerrar los párpados. No era más que un leve zumbido, un murmullo tan distante que hasta resultaba difícil reparar en él. Sin embargo, fue más que suficiente para despertar todos los temores que el agotamiento y el estado de shock en el que se encontraba su mente habían conseguido reprimir hasta el momento. La policía, el ejército y la Asociación de Superhéroes les estaban buscando. Tendrían que montar guardias para asegurarse de que no les pillaban por sorpresa. Para Reeva no debería ser un reto encontrarles. Antes o después lo haría.

— Sobre todo, contando con la ayuda y los poderes de Mario. — Pensó.

El recuerdo del menor de los Conjurados hizo que el estómago le diera un vuelco y unas potentes nauseas se adueñaran de su garganta, obligándole a correr al baño a vomitar. Saber que no podía hacer nada por salvarle, le estaba mataba por dentro. Y el extraño y vívido sueño erótico de esa noche, no mejoraba la situación. Se sentía un poco culpable porque su cerebro estuviera fantaseando de esa manera mientras el chico se encontraba sumido en una auténtica pesadilla. Aunque esa culpabilidad no era nada con la que tendría media hora más tarde, una vez Héctor se hubo levantado y él fue a ayudarle con el desayuno.

— No quiero hablar. — Fue el único saludo del hechicero.

— Sólo venía a enseñarte dónde estaban las tazas. — Respondió Sergi. De haber estado hablando con cualquier otra persona, tanta hostilidad injustificada le hubiera resultado sorprendente. Pero en Héctor, era normal.

— Muy bien, vamos a discutirlo. — Continuó el Conjurado que no parecía escuchar lo que el otro le decía.

— Vale. — Dijo Sergi. Eso ya era más confuso y extraño.

— Aprovecha este momento porque nunca jamás en la vida volveremos a mencionarlo.

— Lo siento, pero no sé de qué me estás hablando.

— De lo de anoche. — Contestó Héctor. — Ya sabes... tú y yo... Por favor, no me hagas entrar en detalles.

— ¿Qué? — Preguntó Sergi que, de repente, se había quedado sin sangre en buena parte de su cuerpo. Estaba blanco y las nauseas, habían regresado con fuerzas renovadas. Salió corriendo al servicio y consiguió llegar antes de empezar a vomitar, aunque se manchó los pantalones.

— Fue Mario. — Continuó el hechicero desde el pasillo. — Entró en mi sueño y manipuló mi cuerpo.

— Creía que no había sido real. — Consiguió responder TR una vez su estómago dejó de querer escapar por su garganta.

— Bueno, tampoco te tortures mucho. Debió influirte a ti también para que te mostraras más receptivo.

— Pero ¿por qué haría algo así? — Preguntó Sergi entre arcadas.

— Quién sabe. Puede que pretendiera putearnos o que quisiera mandarte un último mensaje. En cualquier caso no volverá a repetirse porque he roto por completo el vínculo que nos unía.

— Bien.

— Eso sí, que quede claro que no soy ni seré gay. — Concluyó el hechicero con renovada hostilidad. — Y aquí hemos terminado la conversación.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 46

Mucho antes de que decidiera defender la justicia como TR, había tenido multitud de ocupaciones, algunas de las cuales no eran todo lo honrosas que se podrían esperar de alguien que se dedica a combatir el crimen. Fue durante una época de rebeldía y escasa comprensión paterno-filial en la que decidió independizarse por su cuenta y ganarse la vida como buenamente pudiera. Durante ese tiempo descubrió dos cosas importantes que marcaron su vida: que la gente pensaba que estaba muy bueno y que era capaz de aprender cualquier cosa con con bastante facilidad. Gracias a ellas y a los trabajos que le facilitaron (en la industria del cine para adultos y en el negocio del saqueo nocturno de locales comerciales, respectivamente) logró sobrevivir en aquellos tiempos difíciles. Y gracias a su habilidad asaltando tiendas, (“copiada” al que se convertiría en su gran amor de juventud) y a un trozo de alambre que encontraron en el suelo, el grupo no tuvo problema a la hora de abastecerse de ropa en el centro comercial. Eso sí, a pesar de las felicitaciones que recibió, Sergi no se sintió nada orgulloso haciéndolo. Comportarse igual que aquellos a los que TR perseguía le revolvía las tripas. Pero era consciente de que no tenían otra opción. El último ataque de Reeva les había dejado, como suele decirse, en pelotas. Literalmente porque, por no tener, ni siquiera tenían ropa y tampoco podían ir a sus casas o sacar dinero para compra alguna. Sus identidades, la verdadera y la secreta, estarían siendo vigiladas por la policía y la Asociación de Superhéroes. Lo único que podían hacer era coger lo que necesitasen y esperar que un seguro cubriera las pérdidas al comerciante.

Vestidos, armados y con provisiones enlatadas suficientes para varios meses, salieron del centro comercial antes de que el hechizo ocultador de Héctor se hubiera agotado. Nuevamente, Sergi tuvo que tragarse su orgullo superheroico y poner en práctica otra de las habilidades de su oscuro pasado para conseguir un coche que les sacara de allí y les llevara a un lugar seguro, si es que existía. Los escondites de los Conjurados habían quedado comprometidos y los de los demás tampoco les ofrecían demasiada confianza pues temían que Reeva hubiera descubierto su ubicación mientras poseyó la mente de Bolea. Por suerte, TR aún contaba con un escondrijo de reserva, uno del que nunca habló a su amiga y que había tenido la precaución de comprar con nombre falso. Estaba lejos, muy lejos, pero necesitaban un refugio en el que recuperarse del golpe sufrido.

Tardaron toda la noche y parte de la mañana en llegar a su destino: una pequeña casa perdida en la meseta, sin un alma en muchos kilómetros a la redonda. Esta era otro de los legados de su oscuro pasado. No había regresado más que un par de veces desde entonces, pero la construcción seguía sólida y limpia. Una mujer que vivía a más de una hora de allí se encargaba de mantenerla y la alquilaba por temporadas a urbanitas en busca de paz, aunque en esos momentos se encontraba vacía.

Descargado el maletero y modificada la matrícula del vehículo con algo de magia, los tres fugitivos bajaron las persianas y se metieron en las camas, en busca de un descanso que creían merecido. Sin embargo, no les resultó sencillo descansar después de lo que habían vivido. Tenían demasiadas cosas en el cerebro. La impotencia que les había obligado a escapar como cobardes, la sensación viscosa que la posesión mental dejaba en el cerebro, la cara de la persona querida al ser desposeída de su voluntad, la maldad pura que desprendía Reeva, el fétido hedor de los seguidores de la Reina del Fuego, la actitud confusa del Archivista, los reproches hacia el resto de miembros de aquel improvisado equipo, el miedo por el futuro desconocido… Al final, acabaron dormidos de puro agotamiento.

En su sueño, que sentía como si fuera más real que la propia vida, la puerta de la habitación de Sergi se abrió y una figura penetró por ella. La penumbra del cuarto no le permitía distinguir bien sus facciones, en los sueños suele ser complicado, pero le pareció que era Mario. Olía como él, se movía como él y, al tocar su mano, tuvo claro que también sentía lo mismo que si fuera él. Embriagado por un irrefrenable deseo, se levantó de la cama y empezó a besarle sin hacer preguntas. El hechicero tampoco dijo nada el tiempo, horas según la percepción onírica de Sergi, que pasaron haciendo el amor. Luego, el chico desapareció del mismo modo que había llegado, dejando a Sergi en la soledad de su sueño. Horas después, cuando despertó de verdad, lo hizo mucho más tranquilo y relajado. Aunque se sentía un poco preocupado. Su encuentro con Mario había sido tan real e intenso, que le resultaba difícil aceptar que sólo se había tratado de una fantasía de su cabeza.

martes, 5 de noviembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 45

A medida que sus retinas se acostumbraron a la exigua iluminación del lugar, Sergi fue distinguiendo las formas de aquello que le rodeaba, aunque tampoco es que hubiera demasiado que distinguir. El espacio en el que se encontraba, embaldosado de arriba abajo con frías losetas de inspiración marmórea, era extrañamente amplio y se encontraba bastante vacío. De hecho, sólo dos siluetas merecieron su atención. Ambas, figuras humanas.

Una yacía inconsciente a pocos metros de él. Indudablemente, a juzgar por los cuadros que constituían su única vestimenta, se trataba de Bolea.

La otra figura que llamó su atención se hallaba algo más alejada y por los ruidos guturales que emergían de su garganta y por la postura que tenía, arrodillado en el suelo, Sergi supuso que estaría vomitando. Pensando que podría ser Mario, TR se acercó corriendo a ayudarle, pero no necesitó llegar a su lado para darse cuenta de que se había equivocado de hermano. Era Héctor el que vomitaba, no Mario. Desilusionado y con los recuerdos de lo sucedido volviendo en tromba a su cerebro, decidió dejar al hechicero que regurgitaba tranquilo su contenido estomacal antes de preguntarle nada. Una vez lo hizo, el recibimiento fue aún peor de lo que había esperado pues al grito de “Todo esto es culpa tuya” el Conjurado se lanzó sobre él a puñetazos. Sergi dejó que desahogara su desesperación contra su pecho y cara sin resistirse. Los golpes dolían bastante, se notaba que Héctor tenía experiencia en peleas callejeras y que aprovechaba sus sesiones en el gimnasio. Pero a TR no le importaba. Si era cierto lo que decía Omega, si él había tenido algo que ver con el destino de Mario, se merecía todos esos puñetazos. Incluso, los necesitaba para, a su manera, desahogar el dolor que había ido acumulado desde que descubrió que el chico con el que salía era uno de sus peores enemigos.

Terminado el arrebato, se quedaron sentados jadeantes, cansados, llorosos y, en el caso de Sergi, con bastantes dolores de más.

— ¿Qué ha ocurrido? — Preguntó TR tras un interminable silencio. — Todo el asunto con Reeva fue real ¿verdad?

— Sí. — Respondió Héctor suspirando. — Conseguí teletransportarnos en el último momento.

— Y Bolea está…

— Inconsciente. — Explicó el Conjurado. — He revertido el ritual para que no puedan controlarla, pero tardará un rato en despertar.

— Te lo agradezco.

— No lo hice por ti. — Gruñó Héctor.

— Ya... ¿y dónde estamos?

— En un centro comercial. Por cierto, estoy hasta las narices de verte desnudo.

— Lo siento. — Se disculpó Sergi rojo como un tomate mientras juntaba las piernas para esconder sus atributos. — ¿Y por qué no nos llevaste a un sitio seguro?

— Porque gracias a ti — empezó Héctor elevando el tono de voz tanto que, por un instante, pareció que iba a volver a golpear a TR — mi hermano se encuentra bajo el control mental de una bruja psicópata a la que le contará todos nuestros secretos.

— Lo siento, otra vez. — Dijo Sergi muchísimo más avergonzado (y entristecido) que por el asunto de la desnudez. Que hubiera podido contribuir de alguna forma, aunque fuera indirecta, a que Mario acabara en poder de Reeva le producía un dolor insoportable, mucho más profundo que el que le habían provocado los puñetazos de Héctor. — ¿Por qué no te afectaría a ti el hechizo de Reeva?

— No lo sé. — Contestó el otro con sequedad. — Mario y yo somos opuestos en casi todo. Supongo que su naturaleza psíquica fue más débil al ataque mental que yo, que soy más físico.

— ¿Conseguiremos rescatarle?

— No lo sé. Y ya está bien de preguntas. — Ordenó Héctor. La furia volvió a brillar en sus ojos pero, nuevamente, consiguió controlarse. — Despierta a tu amiga. Tenemos una hora para conseguir la ropa y provisiones antes de que se desvanezca el conjuro que mantiene dormidos a los guardias y desactivadas las cámaras.

— ¿Y después?

— Necesitaremos un coche. — Explicó el hechicero. — La mayoría de mis poderes sólo funcionaban al interactuar con Mario. Teletransportarnos de nuevo no va a ser posible.

martes, 29 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 44

La explosión redujo a pedazos buena parte de la pared y la onda expansiva arrastró a los presentes hasta el extremo opuesto de la habitación. Ninguno sufrió más daños que el molesto pitido que se adueñó de sus oídos, algunos arañazos y una fuerte taquicardia a causa del susto. Contemplar a Reeva atravesando el recién creado agujero de la pared seguida por una horda de sus demoniacos sirvientes, no contribuyó a que se les relajara el pulso, precisamente. El único al que no pareció afectarle la aparición de la Reina del Fuego fue al Archivista, que permaneció sonriente y tranquilo, sentado en el sofá quemado y sin que ni una sola mota de polvo se hubiera posado sobre su chaqueta o sobre el inmenso volumen que aún descansaba sobre su regazo.

— Qué feliz me hace encontraros aquí reunidos. — Proclamó la hechicera. — A decir verdad, hubiera preferido que todos estuvierais vestidos, pero no por ello me alegro menos de veros. Me va a ahorrar muchos viajes por la ciudad.

— ¿Qué haces aquí? — Preguntó Héctor desafiante en cuanto consiguió recuperar la compostura. La sordera temporal, secuela de la detonación, hizo que lo dijera bastante más alto de lo que era necesario en un espacio tan pequeño. — Ya te dijimos que nos encargábamos nosotros.

— Alguien me informó de que teníais un invitado inesperado y se me ocurrió pasarme a comprobar cómo se desarrollaban los acontecimientos. — Contestó Reeva. — Buenas noches Archivista, es un placer inesperado volver a encontrarte en este mundo.

— Lo mismo digo, Poderosa Señora de las Profundidades. — Replicó el hombre mientras se incorporaba y le hacía una profunda reverencia.

— Veo que has traído uno de tus libros ¿Debo deducir que has revelado alguno de mis secretos?

— Efectivamente, Emperatriz de los diablos.

— Bueno, supongo que tenía que ocurrir algún día. Aunque esperaba que fuera más tarde.

Mario se levantó con dificultad de entre los cascotes y el polvo. Su cara reflejaba tanta confusión como cuando encontró a Sergi desnudo junto a Bolea.

— ¿Entonces es cierto? — Preguntó con voz entrecortada. — ¿Tan sólo pretendías utilizarnos?

— Es una forma de verlo. — Respondió la mujer. — A mí me gusta pensar que iba a compartir la gloria con vosotros mientras me fuerais fieles.

— ¿Y por qué nos ocultaste que Bolea sería afectada por el hechizo? — Intervino Héctor.

— Resulta que el encantamiento tiene un pequeño efecto colateral. — Explicó con una amplia sonrisa. — Os lo mostraré: Melanie, querida, acércate a rendirme pleitesía, por favor.

Bolea se puso de pie como si un marionetista manejase sus miembros con unas cuerdas invisibles. En su rostro se podía vislumbrar la lucha que se desarrollaba en el interior de su mente por el control del cuerpo. Sin embargo, a pesar de ello, la argentina se plantó frente a Reeva y, con la cabeza gacha, se arrodilló sin dudar.

— ¿Veis? Puedo controlar a cualquiera al que le afectase el hechizo. — Dijo la Reina del Fuego pletórica de felicidad. — Pero no os podía contar lo de Bolea porque ella es la única que podía encargarse de eliminaros.

— Pero.. pero... — empezó Mario — ¿por qué? tú has sido una segunda madre para nosotros. Te queríamos.

— Mi querido niño. Eres de una simpleza pasmosa. No me apliques la burda lógica de los mortales. Yo soy una Diosa y lo divino es lo único que me concierne. Si Hera arrojó a Hefesto del Olimpo por su fealdad ¿cómo iba yo a dejaros vivos cuando suponéis un peligro para mis planes?

— Nunca te hubiéramos traicionado. — Replicó Mario sollozando.

— Los humanos sois volátiles. La influencia de TR o el exceso de arrogancia de tu hermano podrían haber conseguido que cambiarais de idea y decidierais levantaros contra mí.

— ¿Y ahora que va a pasar? — Preguntó Héctor. — ¿Vas a pedirle a esta mema que nos asesine a todos? Eres una bruja cobarde.

Con una velocidad sorprendente, Bolea se acercó al Conjurado y le dio un puñetazo en el estómago que hizo que el chico se doblara de dolor.

— No seas impertinente, Omega. — Respondió la Reina del Fuego. — Además, ya no tengo necesidad de librarme de vosotros. Recientemente, he encontrado otra solución mucho más satisfactoria.

La mujer abrió una bolsita de cuero que colgaba de su hombro y en la que ninguno había reparado hasta el momento y sacó una pequeña joya roja.

— Uniros a mí. — Ordenó Reeva.

El potente brillo que emitió la joya pareció congelar a los Conjurados. Durante unos instantes, ninguno de los dos se movió ni un milímetro. Incluso sus respiraciones se detuvieron. Pero la parálisis duró apenas unos pocos segundos. Cuando volvieron a inspirar, Mario se arrodilló frente a la bruja. Héctor, por su parte, agarró del brazo a Bolea y se lanzó sobre TR. El grito desesperado de Omega y un potente fogonazo fue lo último que Sergi percibió antes de perder el conocimiento.

martes, 15 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 43

La aparición del Archivista ayudó a mejorar el pésimo humor de Sergi. Sus problemas con Mario y su odio hacia Héctor permanecían intactos, pero tenía a alguien a quien echarle la culpa de aquella situación. Eso le consolaba. Y en ese momento no contaba con sus libros voladores para protegerle. Si no le daba la información que quería, podría darse el gusto de sacársela a puñetazos.

— No sabes cuánto me alegro de verte, Archivista. — Dijo. — Tenía muchísimas ganas de que me explicaras a qué narices estás jugando con nosotros.

— A nosotros también nos interesaría saber qué es lo que tramas. — Apuntó Héctor. — No suele gustarnos que nos manipulen.

— Curiosa afirmación de alguien que sigue ciegamente las órdenes que le dan. — Respondió el hombre de edad indefinida. Parecía nervioso, aunque también divertido. — Pero todo eso ya da igual, porque ha habido un pequeño cambio de planes.

— ¿Un cambio de planes? — Preguntó Mario sin apartar la mirada del que, hasta unos pocos minutos antes, era una lo más cercano a una pareja que había tenido nunca.

— Os digo que no importa. Lo único que debe preocuparos es esto. — Dijo el Archivista abriendo por la mitad el enorme libro que tenía en su regazo. — Es la vida de Reeva.

— ¿Cuántos años tiene esa mujer? — Preguntó TR. — Ese volumen es enorme.

— Bueno, hay otros diez.

— ¿Va a durar mucho la tontería? Tenemos cosas que hacer, viejo. — Se quejó Héctor. — Aún me queda cargarme a esos dos idiotas.

— Creo que podemos darle cinco minutos al señor. — Opinó Mario. — Las cosas no van a empeorar por escucharle.

— Gracias, Alpha. Atended: “Era una mañana cualquiera, pero no fue cualquier mañana para Reeva, la Reina del Fuego. Ese día, por fin, se dio cuenta de qué era lo que le ocurría en los últimos meses, qué era lo que hacía que se levantara sin ganas de empezar la jornada y por qué ya no le entusiasmaban los atracos a los bancos: sentía que su trabajo no servía de nada. Podía detener a cinco ladrones, que otros cinco acudirían presurosos a sustituirles. Era inútil. Si quería que la justicia se impusiera en el mundo, tendría que atacar el origen de la maldad, la misma sociedad. Hasta que el conjunto de la humanidad no variara su forma de actuar, nada mejoraría en ese planeta. Y ella era la persona perfecta para introducir esos cambios. Aunque sola, su éxito sería reducido. Necesitaba más poder. Y no tardó en averiguar de dónde lo sacaría pues, una semana más tarde, conoció a los Conjurados. Bien moldeados, serían los acompañantes perfectos para lograr el gran cambio que anhelaba. Estaba ansiosa porque llegara el día en que conquistaría el mundo entero.”

— Bueno, sí, está más loca de lo que nosotros pensábamos. — Admitió Héctor.

— Aún no he terminado. — Respondió el Archivista mientras pasaba las hojas del libro. — Aquí está: “Reeva se sentía feliz. No tendría que esperar mucho para conseguir el ejército que se merecía. Por fin, tras meses de entrenamiento, los Conjurados serían capaces de realizar el ritual que elevaría el nivel de todos aquellos que formaban parte de la junta directiva de la Asociación de Superhéroes. A todos incluyendo a los dos miembros secretos que los hechiceros no conocían y que la Reina del Fuego guardaba en la recámara como su seguro de vida. Reeva sabía que, más pronto que tarde, los hermanos acabarían suponiendo un peligro para ella y tendría que liquidarles. Esperaba que, para entonces, al menos hubieran terminado las tareas que les encomendó. Especialmente, la de liquidar a TR.”

— ¿Perdón? ¿Cómo es eso de que nos va a asesinar? — Preguntó Héctor. — ¿Y cuáles son esos miembros de la junta directiva que no conocemos?

— Me parece que una soy yo. — Confesó Bolea. — Hace tiempo Reeva me ofreció un puesto en la junta y acepté, pero después del lío en la Quebrada nunca volvió a mencionar el tema.

— Al haber dado tu consentimiento es como si pertenecieras. — Explicó Mario. — Nosotros sólo mencionamos a “los miembros de la junta”, por lo que el hechizo funcionó en ti igual que en el Sastre Rojo.

— Por eso pudiste romper nuestro campo de fuerza cuando luchamos. Tu poder había crecido gracias a nuestro conjuro. — Gruñó Omega. — Qué puta la bruja. Si se cree que va a poder…

Héctor no pudo acabar la frase porque, en ese momento, la pared del salón explotó en mil pedazos.

viernes, 11 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 42

Mario se quedó absolutamente petrificado, salvo por el leve tic que el estrés hizo aparecer en su mejilla derecha. Su cara no tenía nada que envidiar a la que su pareja tenía unos momentos antes. Le estaba resultando difícil de entender cómo las identidades de Sergi y TR podían convivir en una misma persona. Por un lado estaba el divertido, cariñoso e interesante guionista de cómics con el que acababa de empezar una relación. Por el otro, el hipócrita aprendiz de superhéroe que pretendía frustrar sus planes por puro egoísmo y al que su hermano y su mentora (las personas que más le importaban en la vida) odiaban con toda su alma.

— ¿TR? No lo entiendo. — Comentó Mario tras unos segundos de silencio. Le había dado muchas vueltas en su cabeza, pero la única explicación lógica que se le ocurría era que se trataba de un error o una broma pesada.

— Pásate unos cuantos minutos así y sabrás cómo me siento ahora mismo. — Replicó Sergi molesto.

— Seguro que Héctor te ha pedido que digas eso para asustarme. — Dijo Mario riendo nervioso.

— Lo siento, pero es cierto. — Respondió TR un poco triste al contemplar los desesperados intentos de negar la realidad de aquel que había deseado que llegara a ser su novio. — Soy TR y ella es Bolea.

— Entonces, has estado utilizándome para conseguir tus objetivos ¿verdad? — Concluyó Mario.

— No, no, no. Tú me has utilizado a mí. Yo acabo de enterarme de que eres uno de los Conjurados.

— ¿Por qué iba a yo a hacer algo así? — Preguntó Mario confuso. En su cabeza, la tristeza y el desconcierto todavía eran los sentimientos predominantes. Aún le quedaba hasta llegar a estar tan enfadado como su pareja... o expareja... ya no sabía qué eran. — Yo te quiero.

— Ahora mismo, no me fío mucho de ti.

— ¿Tú no me quieres?

— Claro que sí. — Reconoció TR. — Pero me cuesta creer lo que dices.

— ¿Por qué?

— Bueno, está lo de intentar matarnos, lo de asesinar mafiosos y... ¡ah, sí! y porque trabajas para la bruja mala del infierno.

— Reeva no es ninguna bruja mala. — Se quejó el hechicero.

— Pero si cumple más tópicos que la de Blancanieves. — Respondió TR. — Hasta invoca demonios. Lo único que le falta es comer niños. Y tampoco pondría la mano en el fuego.

— No la comprendes. — Dijo Mario. La ira comenzaba a aflorar en su interior. No le estaba gustando que se metieran con la mujer a la que consideraba una segunda madre. — Ella sólo quiere cambiar el mundo, hacerlo más justo y pacífico para que la gente pueda ser feliz.

— Sí, sí. Eso dicen todos los dictadores. — Contestó Sergi cabreado. Cualquier sentimiento de compasión, comprensión o cariño que sintiera por Mario se estaba desvaneciendo rápidamente. Que defendiera a Reeva, era demasiado.

— Oye, tú, la de los cuadros en las tetas. — Intervino Héctor, la otra mitad de los Conjurados. Llevaba un rato contemplando la discusión y parecía aburrirse. — ¿Qué te parece si empezamos nosotros con las hostias? Por hacer algo mientras mi hermano y su novia terminan de discutir.

— Qué poco respeto. — Le respondió Bolea. — Si tantas ganas tenés de que te patee el culo, esperate tu turno.

— Bueno, tampoco es necesario que nos peguemos ahora mismo. — Replicó el otro. — Podríamos intentar expandir tus gustos hacia nuevos horizontes. No sé por qué, pero me pone eso de que te vistas con cuadros. Es la versión culta de la típica porno-chacha.

— Prefiero luchar. — Contestó Bolea.

La mujer cogió su maza con fuerza dispuesta a cargar contra su oponente. Héctor comenzó a levitar y sus manos emitieron un brillo rojizo. R y Mario, por su parte, se gritaban a pleno pulmón. Sin embargo, una voz profunda les interrumpió antes de que ninguno llegara a las manos. Venía de un hombre de edad indeterminada y pelo blanco que estaba sentado en el sofá quemado. Sobre su regazo descansaba un enorme volumen verde de un palmo de grosor.

— Vaya, se ve que llego en el momento justo. — Dijo con una sonrisa. — Creo que tengo la respuesta a vuestras preguntas. Pero perdonad, no me he presentado. Me llaman el Archivista.

martes, 8 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 41

— No lo entiendo. — Balbuceó TR. Estaba lívido como la leche. — En serio, explícamelo ¿Qué significa?

— Tranquilizate. — Le consoló Bolea con voz dulce. — Seguro que no es más que un truco del Archivista.

— Sí, claro. Es un truco... ¿pero por qué? ¿qué gana él con todo esto?

— Quién sabe. Recién nos enteramos de que existe.

— Pero no tiene sentido. Estoy seguro de que quería que me llevara el libro. Sabía que si me lo enseñaba, sería incapaz de resistirme. Además, nunca podría haberlo sacado de allí sin su consentimiento. Los volúmenes voladores me habrían destrozado ¿Lo hizo sólo por hacerme sufrir? — Preguntó TR con serios esfuerzos por no echarse a llorar.

— Quizás es un súper psicópata que necesita hacer este tipo de trucos para entretenerse. — Apuntó Bolea.

— ¿Y si es cierto? ¿qué pasa si Mario es uno de los Conjurados?

— Seguramente, él tampoco sabía que tú eras TR.

— O, a lo mejor, me ha estado utilizando. — Dijo Sergi con seriedad. La ira comenzaba a imponerse como la sensación dominante en su cuerpo, por encima de la tristeza.

— No lo creo. — Opinó su amiga. — De ser así, habrían ido a tu casa después de lo que ocurrió en la Quebrada.

— Es cierto. — Reflexionó TR. En su interior, el enfado remitió ligeramente, dejando vía libre a la pena y la autocompasión. — Espero que fuera sincero.

— Seguro que sí.

— Es una lástima. De habernos conocido en otras circunstancias seríamos la pareja perfecta. Al menos, él no tendría problemas con mi faceta de superhéroe. No como Javier…

— Dejá de torturarte. Aún no sabemos si es cierto que sea uno de los Conjurados.

— Acabo de caer en quién puede ser Omega — Dijo el chico. — Tuvimos un pequeño encontronazo en el gimnasio el día que conocí a Mario.

— Eso no quiere decir nada. — Apuntó Bolea.

— Y el día del atraco al banco, él tuvo que irse por una emergencia en el hospital. Todo encaja. — Concluyó Sergi.

— Mirá, si el Archivista quiere hacerte sufrir, habrá tratado de hacer realista su historia.

— ¿Tú crees que esa es la explicación? — Preguntó TR esperanzado. Sus niveles de pena, ira y autocompasión disminuyeron ante la esperanza de que la teoría de Bolea fuera cierta. Sin embargo, no tardaron en volver a ascender en tromba en cuanto la realidad decidió solventar el debate con un fogonazo de cegadora luz roja. Los Conjurados, acababan de llegar.

— ¿Sergi? — Preguntó el más alto de los dos hechiceros apartándose la capucha. La cara de Mario surgió de entre la tela. — ¿Qué... qué estás haciendo aquí? ¿Por qué... estás desnudo?

— Podría preguntarte qué haces tú aquí así vestido. — Le respondió TR desafiante. Su enfado acababa de sobrepasar por mucho al resto de emociones que circulaban por su cabeza.

— Lo del desnudo no tiene nada que ver con el sexo, que conste. — Añadió Bolea. — Lo digo para que no surjan malentendidos. A mí me van las chicas.

— Melanie, no creo que eso interese a nuestros invitados. — Apuntó Sergi mientras recogía su palo de metal y lo estiraba con un gesto.

— Me interesa a mí. — Respondió la argentina. — Tengo una reputación que mantener.

— Sí, pero qué haces aquí. — Insistió Mario.

— Es sencillo, yo soy TR.

viernes, 4 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 40

Tardaron varios minutos en conseguir detener la loca carrera del Sastre Rojo por el apartamento y en apagar con el extintor las llamas que consumían sus ropas (y las que se habían extendido por el sofá y una alfombra). Después de dejaron inconsciente para evitar que sus gritos atrajeran compañías indeseables, le curaron las quemaduras (después de todo eran héroes) y le ataron con una pesada cadena de hierro forjado (un suvenir que Bolea se había traído de un viaje por Europa) para evitar que se escapase, pues no tenían muy claro si sería capaz de controlar una cuerda con sus poderes.

Una vez finalizadas sus tareas superheroicas, pudieron centrarse en prioridades más mundanas como ponerse algo de ropa. A TR no le importaba estar desnudo, pero admitía que cargar armas afiladas no era una tarea que le apeteciera hacer en pelotas. Sin embargo, TR no llegó a tener tiempo de ponerse a rebuscar en el armario de su amiga pues, en ese momento, una enorme masa de pelos atravesó una de las ventanas del salón. Se trataba de Chita, la mujer capaz de transformarse en mono. Y no estaba especialmente contenta a juzgar por cómo aplastaba el sofá. Pero antes de que pudiera causar un desastre decorativo en todo el apartamento, la maza de Bolea cruzó volando la sala y le impactó en la cabeza. El sonido que provocó el impacto, le recordó a TR el de un melón maduro, aunque lo que más le sorprendió fue que la cabeza de Chita continuase en su lugar. Cualquier humano normal y corriente, habría muerto decapitado al instante. La gigantesca simia tuvo suerte y sólo cayó inconsciente sobre la mesa de café, que se hundió bajo su peso antes de que la mujer recuperase su forma humana.

En vista que, de sus dos prisioneros, la mujer era la única que poseía una fuerza sobrehumana, tuvieron que inmovilizarla con las cadenas que ataban al Sastre Rojo. Al hombre le encerraron desnudo en el cuarto de baño, aunque antes retiraron las toallas y la cortina de la ducha. Así no tendría nada que controlar y no sería nada más que un humano normal, aunque tampoco creían que fuera a darles muchos problemas con las quemaduras que tenía si llegaba a despertarse.

— ¡Ya estoy harta! — Gritó Bolea. Su acento argentino había desaparecido, lo que no solían ser un indicador de felicidad y calma. — No me importa que intenten matarme, pero no estoy dispuesta a que me destrocen el mobiliario.

— ¿Te has fijado que todos tienen los poderes muy... aumentados? — Preguntó TR.

— No. — Respondió Bolea con sequedad mientras trataba de arreglar la mesa de café. Nuevamente, su mutua desnudez había quedado en un segundo plano. — ¿A qué te referís?

— No sé. — Dijo TR sonriente al percatarse del regreso de la "argentinidad" de su amiga.

— Pero todos los de la Asociación de Superhéroes que nos hemos encontrado podían hacer cosas de las que antes no eran capaces.

— Habrán practicado.

— Es posible, aunque me resulta raro que pase con todos. Gamer puede sacar objetos que no sean armas de los videojuegos, el Sastre Rojo es capaz de controlar los tejidos, Chita es el doble de grande... ¿notaste algo extraño cuando luchaste con Superbyte?

— Ahora que lo decís... me pareció que tenía más chismes. — Apuntó Bolea.

— Es muy curioso.

— Sí, pero vamos a apresurarnos antes de que lleguen los que faltan. — Dijo la chica. — Cogeré las armas y, mientras, vos buscate en el closet algo que podás ponerte.

Una vez más, TR tomó el camino del armario de su amiga y, nuevamente, no consiguió llegar. En esta ocasión, le distrajo el pitido (con su resplandor a juego) que indicaba que una nueva frase acababa de escribirse en el libro del Archivista. Se lanzó sobre él con ansia y empezó a leerlo sin esperar a que Bolea se reuniera con él. Lo que ponía le dejó helado:

"Lo que ninguno de los tres sabía era que se conocían en su vida civil. Omega, en realidad, se llamaba Héctor y había tenido una sonora pelea con Sergi en el gimnasio. Su hermano Alpha conocía bastante mejor a TR. Después de todo llevaban tiempo acostándose. Su nombre era Mario.”

martes, 1 de octubre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 39

— Ahora que estamos desnudos, no puedes hacernos nada. — Dijo TR desafiante.

— Todavía llevas los calcetines. — Le respondió el Sastre Rojo con sorna.

TR se agachó a toda velocidad y se quitó los zapatos y los calcetines. Ni siquiera habían empezado a apretarle, por lo que su enemigo debía estar tomándole el pelo, pero prefería no arriesgarse. No sabía hasta dónde alcanzarían los poderes del Sastre Rojo. Nunca antes los había tenido. Cuando le conoció, no era más que un friki que usaba las prendas de ropa como arma. Era bastante más habilidoso de lo que cualquiera hubiera imaginado en un principio, pero lo de controlarlas era algo nuevo. Igual que la capacidad de Gamer de extraer vehículos de los juegos. Todos los de la Asociación de Superhéroes estaban extrañamente poderosos.

Mientras su compañero se dedicaba a deshacerse de los últimos vestigios de su vestimenta, Bolea se hizo con algo para cubrirse. Las miradas lascivas del Sastre Rojo la estaban revolviendo el estómago. Así que, en vista de que no podía usar nada de tela y que no tenía tiempo de ir a su habitación a enfundarse su armadura samurai, tuvo que optar por un par de cuadros. Se colgó uno alargado del cuello y otro más pequeño, el retrato de un familiar desconocido, de la cintura. Tapaban lo justo e iban a incordiarle en la lucha que vendría, pero al menos su enemigo no le estaría mirando las tetas.

TR recogió su palo de metal extensible del suelo y se puso en guardia. A diferencia de su amiga, él se encontraba cómodo sin ropa. Su etapa de actor porno le había dejado su vergüenza en ese sentido. Y tampoco le importaba luchar en pelotas. Varias películas con escenas de lucha grecorromana habían conseguido que se acostumbrara a ello.

— Ahora sí que estoy completamente desnudo. Ya no puedes hacerme nada. — Proclamó, un vez más.

El Sastre Rojo rio. Los restos del disfraz de Drácula que se encontraban por el suelo se lanzaron contra su cara, tratando de asfixiarle. Entretanto, Bolea aprovechó para atacar (a pesar de sus problemas de movilidad por culpa de los cuadros) lanzando su maza. No llegó a golpear su objetivo.

La ropa que llevaba el Sastre Rojo, que tomaron por un mono negro, en realidad estaba formado por varias vendas, al estilo de una momia egipcia. Como si una naranja se pelara sola, las tiras fueron desenredándose del cuerpo de su dueño, dejando al descubierto el habitual y encarnado uniforme del Sastre. Una vez liberadas, las vendas negruzcas se dispusieron en círculo alrededor del hombre, balanceándose al estilo de las serpientes encantadas.

El proceso al completo sucedió a una velocidad pasmosa, en décimas de segundo, por lo que Bolea no pudo apreciarlo. Lo que sí vio fue cómo las tiras de tela se elevaban sobre ellas mismas y detenían su maza en seco.

— Ya ves, que hasta tu poderosa maza es inservible contra mí, bellísima Bolea. — Dijo el Sastre Rojo regodeándose.

La maza de Bolea incrementó su presión contra las vendas, pero estas siguieron resistiendo. Entre tanto, en un rincón, TR pudo respirar por primera vez en lo que a él le pareció una eternidad. Los restos del disfraz de Drácula habían dejado de tratar de matarle, lo que parecía indicar que el Sastre Rojo estaba utilizando toda su concentración en luchar contra Bolea. Lo mejor era que no daba muestras de haberse dado cuenta.

Así que TR, aprovechando el factor sorpresa, se arrastró sigilosamente hasta el mueble bar de su amiga y se hizo con una botella de tequila. En el aparador de la entrada, encontró las cerillas para encender velas aromáticas.

— ¡Sorpresa! — Gritó mientras rociaba las vendas con el alcohol y le lanzaba una cerilla. Una de las tiras consiguió apresarle el cuello, pero desistió en cuanto su amo comenzó a dar alaridos por el salón.

— Te pasaste un poco. — Le recriminó Bolea a su amigo. — Traé el extintor que hay en la cocina antes de que me queme la casa.

— Qué desagradecida eres. — Se quejó TR.

martes, 24 de septiembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 38

Para cuando dejaron de devanarse los sesos con la identidad de los Conjurados y salieron del coche, Bolea ya había conseguido localizar a alguien vigilando desde una de las azoteas cercanas. Era delgado, alto y vestía de negro. Eso era todo lo que consiguió sacar del primer vistazo. No eran características muy concretas y podían describir tanto a un ninja como a un mendigo, pero no se atrevió a seguir mirándole por miedo a atrae su atención. Tampoco TR consiguió distinguir más detalles de su persona.

Ya habían supuesto que habría vigilancia, así que no les pilló por sorpresa. Saber dónde estaba les daba cierta ventaja sobre él, aunque hubieran preferido conocer su identidad. Si algo se torcía, podría resultar muy conveniente saber si se tendrían que enfrentar a un ciborg con pistolas láser, a una mujer-mono o al señor que usa zanahorias como armas. Pero tendrían que confiar en que todo saldría bien. Entrarían en la casa de Bolea, cogerían las armas necesarias y, en menos de diez minutos, se encontrarían de camino a otro de sus pisos francos para trazar la estrategia que seguirían a partir de ese momento.

— ¿Cuándo nos ha salido bien un plan fácil y sencillo? — Preguntó TR preocupado a su compañera.

— Tranquilizate e intentá parecer divertido. — Le recomendó Bolea.

En principio, no tenían ningún motivo para inquietarse. Para empezar, estaban vivos lo que siempre es una buenísima señal. Y los disfraces que llevaban (de Drácula en talla niño y de enfermera en talla guarrilla) ayudaban a que se mezclaran con las decenas de personas que anegaban la calle tratando de entrar en el evento que TR había organizado en el bar cercano. Así, camuflados entre decenas de asistentas con barba, gatas negras, princesitas y cowboys, consiguieron llegar a la entrada secreta y, de allí, al piso de Bolea.

La casa estaba vacía, oscura e inmóvil. No había luces de linterna, muebles volcados o extraños crujidos. Era una vivienda normal y corriente que llevaba un día cerrada. Tan tranquila y apacible que parecía invitarles a que se sentaran en el mullido sofá y se vieran una película degustando una de las estupendas cervezas de importación que se guardaban en su nevera. Estuvieron tentados a hacerlo, sobre todo Bolea. La mujer tuvo que reunir toda la fuerza de voluntad de su mente para controlarse y quedarse quieta. Quería ir al armario a por ropa limpia y tomarse un café en condiciones y coger su cepillo de dientes eléctrico y darse un masaje en su sillón ergonómico y hacer ejercicio en su gimnasio y… volver a su vida. No llevaba ni un día apartada de ella y ya la echaba de menos. Pero, a pesar de estar físicamente en ella, no podría hacer ninguna de esas cosas hasta que esa crisis pasara. El vigilante que encontró en el exterior era un recordatorio de la gravedad de la situación. Debían coger las armas y marcharse a un lugar seguro a toda velocidad.

El ambiente casero de aquel piso en el que tanto tiempo había pasado también influyó en TR, al que invadió una profunda nostalgia por su propia vivienda. Ni siquiera sabía si seguiría en pie. Se había obsesionado tanto con el libro del Archivista, que ni siquiera se lo había planteado. Una vez más, los temas mundanos quedaban eclipsados por los problemas superheroicos. Y no sólo su piso. Tampoco su trabajo o Mario habían acudido a su mente en las últimas 24 horas.

— Mierda. — Susurró TR recordando que Mario había dicho que se pasaría por su apartamento esa mañana para ver cómo se encontraba. — El pobre estará pensando que paso de él o que me ha ocurrido algo. Aunque es raro que no me haya llamado al móvil. — Añadió echando un rápido vistazo a su teléfono. Estaba apagado. Hasta eso había quedado fuera de su cerebro por su obsesión por el Archivista. — Mierda y re mierda.

La situación empezaba a agobiarle. Eran demasiadas cosas con las que lidiar, demasiados problemas. Y, además, estaba el ajustadísimo disfraz para niños de Drácula. Lo que antes era molesto, comenzaba a ser doloroso. Le apretaba tanto que le estaba ahogando. Mucho. Muchísimo.

— Esto no es normal. — Intentó decir casi sin aire. Le costaba respirar. El cuello del disfraz le oprimía la garganta. Se estaba mareando. Y Bolea parecía tener los mismos síntomas.

TR sacó uno de sus cuchillos y, con dificultad, rasgó las ropas que llevaban. Todas por completo. Desde los cutres disfraces a la ropa interior.

— Qué lástima que Gamer no esté aquí. — Dijo una voz desde la oscuridad de la cocina. — Le hubiera encantado esta imagen. Quizás te saque unas fotos para que tenga algo que pensar por las noches. Aunque tampoco es que yo vaya a despreciar la visión del cuerpo de la bella Bolea.

La figura avanzó hasta que pudieron distinguirle con la luz que entraba por las ventanas. Era alto, delgado y vestía de negro. Seguramente, se trataría del vigilante que Bolea había localizado en la azotea. Ya sabían de quién se trataba. Era Sastre Rojo, el superhéroe que usaba la ropa como arma.

viernes, 20 de septiembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 37

No era la primera vez en sus trayectorias como superhéroes que TR y Bolea se sentían odiados o, incluso, en el punto de mira de las autoridades. Ya habían pasado por algunas situaciones similares con anterioridad, como cuando quisieron limpiar la Quebrada de drogas y malhechores o la vez que el alcalde se empeñó en convertir a TR en el enemigo número uno de la ciudad, después de su salida del armario (la de TR, no la del alcalde que seguía declarándose, orgullosamente, heterosexual hasta la médula). Casi podrían decir que les parecía algo… usual. Aunque lo que nunca antes les había sucedido era que les amenazaran con enviar al ejército tras ellos. Normalmente, consideraban que la policía y el resto de héroes se bastaban y se sobraban para detenerlos.

Sin embargo, a pesar de esta preocupante novedad (o, precisamente, por ella) tenían muy claro qué era lo fundamental para sobrevivir a una situación de ese calibre: Necesitaban armas. Montones de ellas. Y no había lugar más repleto de cachivaches bélicos que la casa de Bolea. Que alguien que usa como arma, exclusivamente, una bola de demolición acumule cantidades ingentes de armamento en su piso, puede parecer contradictorio, pero lo cierto era que se debía a razones de seguridad. Existen pocos lugares mejores en los que esconder un arsenal que en el apartamento de una mujer que utiliza una bola de demolición como arma.

El principal problema que debían solucionar era cómo entrar en el piso. Confiaban en que Reeva y sus secuaces no hubieran desvelado sus identidades secretas a la policía. Primero, porque si querían recuperar el libro del Archivista, necesitaban contar con una ventaja para atraparles antes que las fuerzas del orden. Y, en segundo lugar, porque eso iría en contra de una de las más antiguas leyes de los superhéroes. Reeva, sin lugar a dudas, podía ser descrita como “loca genocida peligrosa con brotes psicopáticos y complejo de dios”, pero también era una fanática de las normas, las tradiciones y el protocolo. Jamás osaría algo tan deshonroso y ruin. Así que no era complicado imaginar que la casa de Bolea estaría vigilada, únicamente, por gente de la Asociación de Superhéroes. Seguramente, por alguno de los miembros de la junta directiva. Con Gamer descartado por sus heridas y Reeva por su enorme ego (nunca se prestaría a una vulgar misión de vigilancia), aún quedaban otros cuatro posibles enemigos: Superbyte (si se había recuperado de la paliza que le dio Bolea), Chita, Ultra-acelga y el Sastre Rojo. Se trataba de gente ridícula, pero también bastante peligrosa. Su mejor opción era darles esquinazo y entrar en la casa de Bolea por la entrada secreta del edificio adyacente.

Cuando TR le propuso hacer un pasadizo secreto de seguridad, a Bolea no le gustó nada la idea. Le resultaba absurdo que alguien fuera a impedirle a una chica con una enorme bola de demolición entrar en su casa. Incluso después de que su amigo la construyera a hurtadillas, siguió pareciéndole absurdo. Sin embargo, mientras se dirigían en coche hacia su apartamento, estaba encantada de estrenarla. Pero antes debían llegar a ella y, para conseguirlo, habían parado en, una tienda que les pillaba de camino, a comprar un par de disfraces con los que pasar desapercibidos. Bolea iba de enfermera guarrilla y TR llevaba un traje de Drácula un par de tallas más pequeño de lo que hubiera necesitado. Eran cutres, pero daba igual. Lo importante era tener un aspecto diferente al que esperaban (TR, Bolea, Sergi o Melanie). Además, TR había usado sus conocimientos “copiados” de informática y publicidad para organizar un “mega-evento temático súper-exclusivo con barra libre gratuita y sorteo de viajes entre los asistentes que vayan disfrazados” en el bar que había junto a la casa de Bolea. Como esperaba, la combinación de “megaevento”, “súper-exclusivo”, “gratuito”, “barra libre” y “sorteos de viajes” provocó que todo aquel que tuviera un disfraz a mano se pasara por el loca y, para cuando llegaron al barrio, la cola daba la vuelta a la manzana. Pero antes de que se bajaran, el libro del Archivista emitió un pitido y un ligero resplandor.

— Anda, es como un microondas. — Se rio TR.

— Mirá a ver que dice. — Le dijo Bolea mientras oteaba las azoteas de los edificios. Aún no había encontrado ningún vigilante, pero estaba segura de que alguno habría.

— “Lo que ninguno de los tres sabía era que se conocían en su vida civil. Omega, en realidad, se llamaba Héctor y había tenido una sonora pelea con Sergi en el gimnasio”. — Leyó TR.

— ¿Ya sabés quiénes son?

— Pues la verdad es que no tengo ni idea. — Respondió el chico confuso.

martes, 17 de septiembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 36

La noche fue larga, pero no sacaron nada en claro. Por mucho que Sergi se esforzara en tratar de recordar, ninguno de sus conocidos parecía reunir las características que buscaban. Claro que no es que supiera demasiado de muchos de ellos, especialmente de sus antiguos rollo. La familia o el lugar de nacimiento no eran una de esas conversaciones que se solieran usar para ligar con la gente. Que la descripción de la relación que mantenían fuera tan vaga, tampoco ayudaba a acotar la búsqueda. "Lo que ninguno de los tres sabía era que se conocían en su vida civil” decía el libro y eso podría aplicarse a cualquiera con el que hubiera visto más de dos veces en su vida o hubiera mantenido una conversación. Desde el frutero del mercado a los compañeros de trabajo de sus múltiples y variados empleos. Resultaba imposible llegar a una conclusión con tan pocos datos. Lo único que podrían hacer era esperar a que el texto continuara escribiéndose y, dado que la paciencia de Sergi se había reducido sustancialmente desde que entraran a su apartamento, el chico pasó gran parte del día siguiente abriendo y cerrando el libro del Archivista. Cada hora que pasaba se desesperaba más, pero las letras que aclararían el misterio se resistían a aparecer en la hoja de papel.

— El Archivista debe estar divirtiéndose de lo lindo con todo esto. — Se quejó Sergi tras comprobar por enésima vez que nada había cambiado en la página. — "TR pasaba las horas mirando como un tonto las inmutables letras del volumen mágico" estará escribiendo en el libro que me tenga dedicado. La próxima vez que me lo encuentre pienso prenderle fuego a su apestosa biblioteca.

— Relajate. No llevamos ni un día escondidos y ya empezás a desquiciarme. — Le reprochó Melanie desde el sofá. — Además, quiero ver el noticiero.

— Pero es que el muy mamón está jugando con nosotros. Si quería que detuviese a los Conjurados, me podría haber dicho su identidad sin más. No hacía falta delatarme a Reeva y darme la información con cuentagotas. Eso es sadismo.

— Precisamente. No le des el gusto de conseguir lo que quiere.

— Es difícil mantener la calma en una situación como esta.

— Y peor que va a ser. Mirá.

Sergi volvió la cabeza hacia el televisor. En el centro, tras un pomposo estrado, el alcalde se disponía a dar una rueda de prensa. Pero no hacía falta esperar a escucharle para saber qué era lo que iba a decir. Las letras sobreimpresionadas que pasaban sin cesar por el margen inferior de la pantalla ya resumían bastante bien la idea: "La policía había identificado a los héroes TR y Bolea como los causantes de las explosiones que destruyeron varias propiedades en la ciudad", "Gamer, miembro de la Asociación de Superhéroes, grave tras tratar de detenerlos", "Más de una decena de heridos", "La heroína Reeva, Reina del Fuego, decía conocer su ubicación", "El gobierno se plantea el envío de fuerzas militares".

— Estamos jodidos.

— Suerte que viajamos ligeros de equipaje.

lunes, 16 de septiembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 35

La moto había conocido días mejores, pero consiguió aguantar lo suficiente para llevarles a uno de los pisos francos (un chalet, en realidad) que tenían fuera de la ciudad. Tal y como estaban las cosas con Reeva y su Asociación de Superhéroes, les pareció más seguro salir de las peligrosas calles de la capital y refugiarse en un pequeño y perdido pueblecito de las montañas. Tenían claro que si la bruja había sido capaz de averiguar la identidad secreta de TR (y, posiblemente, la de Bolea), podrían acabar encontrándoles. Pero, al menos, confiaban en que le sería más complicado y les darían algunos días de descanso. Necesitaban recuperarse de sus heridas y reflexionar sobre cuál sería su siguiente paso.

Cambiados, duchados y con una copa de vino en la mano para relajar los nervios, Sergi le narró a su amiga sus peripecias del día en el edificio de la Asociación de Superhéroes y el encuentro que había tenido con el Archivista, algo que dejó de piedra (metafóricamente hablando, claro) a la argentina.

— Lo más extraño de todo — dijo Sergi — es que estuvieran buscando el libro rojo sobre la vida de los Conjurados. Seguro que fue el propio Archivista el que les avisó de que se lo había robado, aunque empiezo a pensar que dejó que me lo llevara. En cualquier caso, debió advertirles que no decía nada de interés. Sin nombres o pistas que les identifiquen. La única frase que podía llegar a ser comprometida es la última, pero no la terminó.

— Dejame ver. — Le pidió Melanie (es decir, Bolea) cogiendo el manuscrito. Lo abrió y empezó a pasar páginas hasta llegar a la última escrita. — No es gran cosa, pero a mí me parece bastante reveladora.

— ¿Qué? — Preguntó Sergi desconcertado.

— “Los hermanos discutían sobre cuál sería la mejor forma de deshacerse de su recién creado antagonista. — Leyó Melanie. — El frío Omega era partidario de eliminar a TR de forma permanente, mientras que el paciente Alpha era más partidario de ganarle para su causa. Lo que ninguno de los tres sabía era que se conocían en su vida civil.”

— Eso no estaba así esta tarde. — Dijo Sergi. — Se quedaba en “lo que ninguno de los tres sabía“. No terminaba.

— Pues, de alguna forma, ahora la frase está acabada. Puede que se escriba él solo. — Sugirió la mujer.

— Eso explicaría por qué trataron de quitármelo y cómo logra el Archivista tener registradas las vidas de tanta gente.

— Y sabemos que conocés a los Conjurados en persona ¿Contás entre tus amistades con unos hermanos que practiquen la magia negra?

— No que yo sepa. — Respondió Sergi confuso.

— Ya se nos ocurrirá alguien. Hagamos una lista de tus conocidos. Incluye a todos con los que te hayás acostado.

— Traeré más vino y haré unas pizzas. Esto nos va a llevar la noche entera.

martes, 10 de septiembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 34

TR tenía mucha experiencia profesional como especialista de cine (además de haberse “copiado” unos cuantos cursos de relajación en situaciones extremas) y sabía controlar su miedo. Incluso, cayendo a toda velocidad desde un edificio de seis pisos de altura pudo reunir la suficiente sangre fría para sacar la cuerda de escalada que llevaba en el cinturón, hacerse un improvisado arnés y conseguir enganchar el gancho de su extremo a la barandilla de una terraza. Gracias a ello, se salvó de acabar hecho papilla contra el suelo. Aunque cuando la cuerda se tensó, espachurrando su entrepierna y sacudiendo sus maltrechas costillas, hubo un instante en el que hubiera preferido estar muerto.

— Está claro por qué no existe un imitador de Batman en la realidad. — Pensó mientras trataba de desatarse. Al tercer intento se le acabó la paciencia y sacó el puñal para cortar la cuerda. — Voy a necesitar que Mario me dé muchos masajes para que esto deje de doler.

Bolea, que ya había recuperado su maza, le esperaba con la moto en marcha. A su lado, inconsciente, yacía Superbyte. TR recogió el librito del Archivista de donde lo había escondido y se sentó tras ella. El motor rugió y se alejaron calle abajo.

— ¿Le he dado? — Preguntó la mujer.

— Ni idea. — Reconoció TR. — No me quedé a mirar.

— ¿Sos boludo?

— Ese tío puede invocar cualquier tipo de arma que aparezca en un videojuego. Lo menos que me apetecía es que sacara un bazuka en mi casa. — Explicó TR a su amiga. — Cuando esto acabe, me gustaría que siguiera entera. Además, dudo que Gaymer sea tan fácil de derribar.

El ruido de un reactor y una risa de villano de película se encargaron de confirmar la teoría del superhéroe. Por el cielo, Gamer volaba tras ellos en una ala delta motorizada y no tardaría en darles alcance. Se notaba que sus habilidades habían mejorado mucho desde los tiempos en que TR le conoció en la Asociación de Superhéroes. Antes, únicamente podía sacar armas. Estaba claro, a juzgar por el ala delta, que ese límite había quedado superado.

— Le puedo derribar de un mazazo. — Dijo Bolea.

— Será mejor que nos alejemos hacia la Quebrada. — Sugirió TR. — El tío está tan loco que podría ponerse a soltar misiles.

Nuevamente, Gamer quiso darle la razón a su enemigo y las bombas empezaron a llover sobre ellos. La mayoría impactó justo detrás de la moto, pero las que más les preocupaban eran aquellas que se desviaban de su objetivo original. Varios coches y un par de comercios volaron por los aires. Confiaban en que, siendo la hora que era, no hubiese víctimas.

— No podemos dejar que siga haciendo eso. — Dijo TR. — Cárgatelo.

—Cogé los mandos. — Le pidió su amiga.

El chico pasó la cabeza bajo la axila derecha de la argentina y se estiró lo máximo que pudo para hacerse con los mandos, mientras Bolea agarraba su maza y la lanzaba contra su objetivo. TR consiguió mantener el control de la moto el tiempo justo para que su amiga arrojara el arma. Después, se torció, derrapó y acabó estrellándose contra el escaparate de una tintorería. Salieron con contusiones y múltiples cortes, pero al menos consiguieron su objetivo. El ala delta acabó destrozada y Gamer cayó.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 33

— Au. — Se quejó TR. — ¿A ti qué te pasa?

— ¡Me has llamado Gaymer!

— Es tu nombre, pedazo de imbécil. — Le contestó TR enfadado.

— Me llamo Gamer, no Gaymer.

— Se pronuncian igual, so memo. — Respondió TR. — Deberías empezar a aceptar ciertas cosas, porque empiezo a estar hasta los huevos de tu tontería homofóbica.

— No tengo nada que aceptar.

— Fuiste tú el que trató de liarse conmigo. — Dijo TR. Había cosas más importantes de las que ocuparse en ese momento, pero así conseguiría ganar tiempo hasta que se le despejara la vista y supiera qué había pasado con Bolea. Ya empezaba a ver manchitas, así que sólo tendría que distraer a Gamer un rato más.

— ¡Me emborracharte para aprovecharte de mí!

— Tú solito te bebiste todas aquellas cervezas. — Replicó TR. — Y yo no llamaría “apovecharse” a un beso. Que me diste tú, por cierto.

— ¡Mentira!

— Vamos, admitelo. Estamos solos tú y yo. Puedes dejar de hacerte el machito un rato.

— ¡Callate! — Gritó Gamer.

Un pie se estrelló contra el estómago de TR, dejándole sin respiración. Bueno, le habría dejado sin respiración si hubiera hecho menos abdominales en su vida, pero decidió hacer un poco de teatro para evitar golpes en otras partes más débiles y distraer un poco más a su rival. Ya podía distinguir siluetas.

— ¿Dónde tienes el libro que te dio el Archivista? — Preguntó Gamer cabreado. — Sabemos que te lo llevaste de su biblioteca.

— Lo tiré a una papelera después de leerlo.

Otra patada impactó en su estómago y TR volvió a interpretar su papel de rehén indefenso. Sus trabajados músculos resistieron, pero no podía negar que le había dolido.

— Vale, te lo diré. — Admitió TR. — Lo dejé en un contenedor de papel. Es importante reciclar.

De nuevo su captor le pateó la tripa. Cada vez le hacía más daño, pero también era cierto que cada vez veía mejor.

— Es la verdad. Me había tenido que pegar con tu jefa y el Archivista para conseguirlo, pero en el libro no ponía nada interesante. Así que lo tiré.

— Eres un mentiroso patológico. — Dijo Gamer. — Cuando te mate, dejarás de contar chismes sobre los demás.

— Qué poco confias en la gente. Por cierto, antes de que acabes con mi vida me gustaría saber qué has hecho con Bolea.

— Superbyte se está encargando de ella en la calle.

Un fuerte estruendo, como el de un trueno, sacudió el edificio y TR pudo contemplar, tirado en el suelo y con su vista casi recuperada, cómo la enorme maza de su amiga atravesaba otro de los ventanales de su salón y se dirigía a toda velocidad hacia Gamer. No esperó a comprobar qué ocurría después. Prefirió salir corriendo y lanzarse por una de sus ventanas sin cristales.

martes, 3 de septiembre de 2013

El Ascenso de los Conjurados 32

Bolea apareció un cuarto de hora más tarde, tiempo que Sergi aprovechó para escalar a la azotea más cercana y echar un vistazo a su apartamento. Visto desde esa perspectiva, no le quedó ninguna duda de que tenía visita. Debían ser un par de intrusos y parecían estar buscando algo, pues la luz de las linternas se movía mucho de un lado a otro.

La espera también le sirvió a Sergi para poner en práctica una técnica que le “copió” a un yogi (en referencia a un señor que practica yoga, no a un oso que roba cestas) que conoció en la India para regresar a la sobriedad más absoluta y poder centrar toda su atención en repartir sopapos a diestro y siniestro. Era un truco genial para esos casos. Desgraciadamente, no servía para momentos más íntimos, porque uno de sus efectos secundarios era dejar el aparato reproductor completamente inoperante durante una hora (momento en el que también regresaba la ebriedad y con bastante más fuerza que al principio).

— ¿Qué pasó? — Preguntó Bolea cuando finalmente llegó. — Me fastidiaste una cita con una mina re linda.

— Lo siento, yo también tenía planes, pero hay visitantes en mi casa y dudo que se trate de una fiesta sorpresa de mis amigos, porque les habría saltado la alarma al abrir la puerta.

— Así que son profesionales ¿Qué querrán estos choros?

— Lo único que se me ocurre que pueda interesar a alguien es el libro del Archivista… Luego te lo cuento. — Añadió antes de que amiga pudiera preguntar. — Eso o están esperando para darme una paliza.

— O ambas. — Dijo Bolea divertida.

— De todas formas, dejaré el libro entre los arbustos. Por si acaso no tenemos suerte y nos capturan. Y, ahora, vamos a conocer a los que han allanado mi morada.

Eligieron la entrada que usaba en sus salidas nocturnas vestido de TR como el medio más seguro de colarse en la casa sin que los intrusos se dieran cuenta, aunque era posible que ya supieran de su existencia. Que hubieran conseguido desconectar las alarmas, decía mucho del nivel que tenía esa gente y era uno que raramente se alcanzaba por gente que no perteneciera a la Asociación de Superhéroes. Sergi siempre se había esforzado por mantener en el más absoluto secreto su identidad secreta (valga la redundancia). Sus poderes le facilitaban no dejar huellas dactilares o restos de ADN (salvo que él quisiera) pero, además, había tratado de ser extremadamente cuidadoso a la hora de revelar cuáles eran sus aficiones nocturnas. Las únicas personas a las que se lo había dicho eran Bolea y su exnovio. Claro que eso no era ninguna garantía. Los Conjurados podían levitar, crear bolas de fuego y hacer campos de fuerza. Adivinar quién se escondía bajo la máscara de TR con una ouija, debería ser para ellos o para su jefa, un auténtico juego de niños.

TR y Bolea llegaron a lo alto del edificio y se colaron por la entrada camuflada que daba a un largo pasadizo que desembocaba en el salón del apartamento de Sergi. La casa se encontraba en la más completa oscuridad. Eso era algo que esperaban, pero seguía intranquilizándole. La incertidumbre por saber quién se había colado en su piso, le estaba matando. Por suerte, no tuvo que esperar mucho más, aunque el encuentro con los intrusos no se dio como él imaginaba. TR esperaba cogerles por sorpresa y darles una paliza, hasta que se decidieran a confesar. Que tiraran bombas cegadoras de magnesio, desde luego, no lo había previsto o no se habría puesto sus gafas de visión nocturna. La combinación dolía un poco y le dejaría cegado durante un tiempo. El oído, sin embargo, lo tenía perfectamente, por lo que no tuvo problema en escuchar los gritos, el ventanal de su salón estallando en mil pedazos y la voz de su agresor.

— Hola TR, cuánto tiempo. — Dijo.

— ¿Gamer?

Y, entonces, alguien le dio un porrazo.

viernes, 30 de agosto de 2013

El Ascenso de los Conjurados 31

La cena con Mario había ido muy bien, la música de la discoteca había estado muy bien y los magreos varios que se habían sucedido durante la noche, le habían dejado cachondo y muy bien. Lo único que le faltaba para calificar la noche con un “muy bien” era que su cita aceptase subir a su piso y dedicaran las horas que quedaran hasta el amanecer a practicar sexo desenfrenado. No sabía si en la cama le iría muy bien, porque se había tomado algunas copas, pero le era indiferente. Le bastaba con que Mario se quedara a dormir con él. Sería su primera cita completa en mucho tiempo y su primera noche sin TR.

— Mira lo que he encontrado bajo un arbusto. — Dijo Mario mostrándole el librito rojo del Archivista. Parecía que deshacerse de su alter-ego superheroico iba a ser más difícil de lo que creía.

— Sí, es mío. — Respondió Sergi quitándoselo de las manos. No es que contara nada importante, pero tampoco quería que la gente común fuera leyéndolo. Eso podía acarrear preguntas. Además, tendría que devolvérselo a su dueño para evitar que mandara libros asesinos voladores a su casa. — Se me… ha caído por la ventana.

— Pues está bastante bien para la leche que se ha dado. — Opinó Mario mirando a lo alto del edificio. — Tu casa es el último ¿verdad?

— Sí. Es esa con los marcos de las ventanas azules que… — Sergi se detuvo a mitad de frase. Le había parecido ver un resplandor que salía desde el interior de su apartamento. Aunque también podía ser un reflejo — … que son tan grandes… — Terminó titubearte. Lo había vuelto a ver y, esta vez, estaba casi seguro de que provenía de su salón.

Tenía que evitar poner a Mario en peligro y, por mucho que le doliera, eso implicaba cancelar su noche de pasión y mandarle a su casa. Y no había mejor forma para lograrlo que fingir una pequeña lesión sin importancia. Lo sabía muy bien. No era la primera cita que tenía que cancelar por culpa de unos ladrones.

— ¡Ah! — Gritó agarrándose el gemelo. — ¡Qué dolor!

— ¿Qué te pasa? — Le preguntó Mario con seriedad. — ¿Te ha dado un calambre en la pierna? ¿Una luxación? Cuéntame dónde te duele y seguro que puedo aliviártelo.

— Creo que me… — empezó a decir. Se había olvidado que su pareja era fisioterapeuta. Si quería librarse de él, tendría que inventar algo que no tuviera que ver con lesiones musculares. — Creo que me he pasado con las gambas. Me duele mucho la tripa.

— ¿Y por qué te cogías la pierna? — Preguntó Mario curioso.

— Ya sabes, un reflejo de esos raros. — Explicó Sergi sin mucho convencimiento, esperando que el otro se lo creyera. — Yo que tú me iría a casa. Lo que va a suceder en breves momentos no va a ser nada bonito.

— No me asusto con facilidad. En el hospital he visto de todo.

— Sí, pero no me sentiría cómodo teniéndote en el salón, mientras yo paso la noche en el baño imitando a un volcán en erupción.

— Um, qué gráfico. — Rio Mario. — Está bien, te dejaré solo. Pero mañana por la mañana vendré a verte para ver si estás bien y terminar lo que hemos empezado.

— Perfecto. A partir de las diez de la mañana, cuando quieras. — Respondió Sergi antes de darle un largo beso en los labios.

Unos minutos después, Mario se alejaba en un taxi. Le hubiera encantado poder irse con él, pero tenía cosas que hacer. Alguien estaba en su apartamento y, teniendo en cuenta las medidas de seguridad que poseía, debía ser gente peligrosa. Necesitaba ayuda. Así que cogió el móvil y marcó un número que conocía muy bien.

— Hola, necesitaría que me echaras una mano en plan serio. — Dijo. — Y, ya que vienes, podrías traerme el traje que dejé en tu casa por si surgía una emergencia. Sí, un par de armas también me vendrían bien.

Y así, una vez más en su vida, TR volvió a estropearle una cita.